Crónicas de Vivencias » Hilando en el Corazón algunas Hebras de mi Caminar por la Medicina y la Salud…- Sandra Isabel PayánÚltima actualización: 09/08/2015
Hilando en el Corazón algunas Hebras de mi Caminar por la Medicina y la Salud…
Decidí estudiar medicina porque creía que era un camino directo al encuentro con otras personas y una herramienta con la que inevitablemente las ayudaría. Tardé un buen tiempo en darme cuenta que no era ni lo uno ni lo otro. Creo que no fue muy difícil decidirme por la medicina, tenía 16 años y soy la hija mayor de un padre médico, que aunque en ese entonces ya hacía una medicina diferente, es médico, y de una madre enfermera, que aunque en ese momento ya no ejercía esa profesión, fue enfermera. Estudié en una Universidad pública, la Universidad del Cauca, ubicada en Popayán, Colombia, la ciudad en la que nací. Creo que no me hice muchas preguntas en ese tiempo. No estoy segura si hubo algún momento de indecisión sobre si era el camino que realmente deseaba. Era el camino, no hubo mucho tiempo para cuestionamientos. Lo que sí recuerdo es que me gustaba mucho la gente. Viví, leí, estudié, digerí y repliqué sin revelarme, los principios del modelo médico hegemónico: La fragmentación entre lo físico y lo psicológico, entre la mente y el cuerpo, entre las ciencias básicas y la clínica, entre lo biológico y lo social, entre lo personal y lo laboral. La asimetría entre los que saben y los que no. La superioridad del saber médico, el poder de la bata blanca. La ciencia occidental como única verdad. La exclusión de los sentimientos. La ignorancia de lo cultural, lo espiritual, lo ecológico, lo humano, lo universal. La soberbia, el irrespeto, la indiferencia, el desamor. Debieron de haber señales de insatisfacción y desacuerdo, pero en ese momento no fueron suficientemente evidentes. Mis recuerdos son vagos. Viene a mi mente una escena… Siendo estudiante de los primeros años, me correspondió hacer el examen clínico a un paciente hospitalizado en la sala, que había sufrido un accidente cerebro-vascular. Lo recuerdo como un hombre de campo, de unos 50 años, piel trigueña y corpulento. Estaba inconsciente pero respiraba por sus propios medios. La historia clínica decía que no respondía a estímulos. Después de examinarlo, me quedé un tiempo a solas con él, empecé a hablarle despacito y descubrí asombrada que él me sentía y que reaccionaba con sutiles movimientos y sonidos. Emocionada salí del cuarto para avisarle a mi “superior”, que en ese caso, era un estudiante de último año que hacía el turno esa noche. A pesar de su cansancio, escuchó con paciencia mi relato y me acompañó al lado del paciente para que le demostrara lo que le decía. Al terminar, me miró con pesar y me explicó compasivamente que “eso no significaba nada”, que los índices con los que lo estaban midiendo seguían siendo los mismos, que mis hallazgos no cambiaban en nada el diagnóstico y que lo que yo “creía ver” eran señales esperadas en “esos casos”. Recuerdo mi desaliento. Y aunque asentí en silencio las explicaciones, estoy segura que mi ser interior nunca las aceptó y siempre supo lo mucho que significan señales como las vividas al lado de la cama de ese hombre. El último tramo de mi formación lo viví en un hospital rural. Es lo que en Colombia se llama “servicio social obligatorio” o “el rural”. Me correspondió realizarlo en un municipio llamado Inzá, que forma parte de una hermosa zona denominada Tierradentro, poblada mayoritariamente por indígenas de la etnia Paez. Durante seis meses trabajé en ese hospital, una institución sanitaria demasiado grande para lo que eran mis expectativas, bastante retirada de la capital del departamento y que abarcaba varios puestos de salud. Consulta externa, hospitalización, cirugías y salidas a las veredas (colonias) para realizar atención médica y ocasionalmente charlas “sobre salud”. Nuevas oportunidades para seguir replicando el modelo. Probablemente viví muchos aprendizajes y ricas experiencias en ese tiempo, pero lo que más recuerdo es que entre más trabajaba como médica, más “inadecuada” me sentía. Empecé a saber que el hospital no era un lugar para mí y que yo no era una persona para el hospital. El único lugar en el que me sentí a gusto en mi rural, fue en el “programa materno infantil”, que milagrosamente me tocó coordinar durante ese tiempo. Tuve la oportunidad de conocer y abrazar a algunas parteras del lugar, de acompañar a algunas embarazadas por fuera del hospital y del consultorio. Tuve la oportunidad de sospechar y de soñar maneras diferentes de relacionarme con los demás. Terminé mi rural sabiendo que no iba a trabajar en ningún hospital, queriendo no volver a atender a ningún paciente más en un consultorio, y deseando regresar a los caminos, a las veredas, a las casas, a encontrarme con los demás, pero de otra manera. Me acuerdo que cuando me ofrecieron quedarme coordinando el programa materno infantil, me dije a mí misma que no me podía quedar porque tenía que “prepararme” para poder estar ahí. Aunque no sabía muy bien ni cómo ni en qué, mi cuerpo ya estaba aclarando los para qué. Así que espantada de mi ejercicio médico ortodoxo, decidí acudir a mi papá y a la medicina diferente que él practicaba, la terapia neural. Más que la terapia neural, lo que a mí me entusiasmaba en ese instante era aprender lo que mi papá enseñaba, era como un apuro entrañable por compartir lo que él hacía. Tenía 23 años cuando empecé a aprender terapia neural. Tuve la dicha de aprender esta medicina como se aprende un oficio: viendo a un maestro y estando a su lado. Durante muchos meses fui su aprendiz, y entre más veía, escuchaba y leía, más me entusiasmaba. Descubrí en la terapia neural una manera de ver la vida que vibraba dentro de mí. Esta medicina fue para mí una gran puerta abierta hacia otro paradigma cultural, hacia otras maneras de mirar, tocar y percibir a los demás y al mundo, hacia otros caminos que me acercaban más a mí misma. Inicialmente, la propuesta se hizo carne en mi hacer terapéutico. Le encontré nuevos sentidos a la relación médico paciente. La terapia neural es magia y milagro, así la sentí. De su mano, fue posible encontrarme con otras y otros para escuchar, respetar y aprender de cada cuerpo, y para impulsar las capacidades propias para sanar, que son la propia sabiduría de la Vida expresándose en cada ser, en cada relación… Bullen en mí los recuerdos de instantes junto a mis pacientes, en los que fuimos testigos de la sabiduría del cuerpo para enfermar y sanar, de sus poderes y capacidades y de las grandezas y bellezas de la relación respetuosa entre las personas. La terapia neural me dejó ver que otras explicaciones son posibles, que el cuerpo no hace lo que la fisiología oficial dicta y que sus razones no son las que la patología oficial reza. Mis pacientes, sus historias y sus cuerpos, me enseñaron lo indecible, me aproximaron a lo esencial y me impulsaron a continuar caminos más propios y con más corazón cada vez. Ejercí como terapeuta neural durante más de 8 años, primero en Popayán, luego en Jamundí y los últimos 4 años, en Cali, en el suroccidente colombiano, custodiada por las montañas. Por mi historia, y por las condiciones sociales y políticas de mi país, lo hice siempre en el ámbito privado. En ese momento no comprendía muy bien las implicaciones de esa condición. Mi ignorancia era favorecida por la perversa naturalización que la sociedad neoliberal hace de la injusticia y de la inequidad. Creo que el camino de vida de cada persona es como un trenzado de muchos caminos multicolores, propios y ajenos, que se funden y confunden entre sí. En este escrito intento vislumbrar algunas fibras de una de las hebras que me constituyen… Entreverado a mi caminar por lo médico, está mi caminar por lo comunitario. De diferentes maneras y simultáneamente a mi formación y ejercicio como médica, siempre tuve un espacio para vivenciar lo comunitario o por lo menos para aproximarme a este desde la labor social y grupal. Lo comunitario lo entiendo como la posibilidad de trabajar, aprender, construir, pensar, sentir, construir, ser CON otros y EN otros, con el impulso de la búsqueda por el bien común. Estos espacios fueron: una Fundación para niños con capacidades especiales, una Fundación para niños con leucemia, una revista de estudiantes de medicina, una ONG promotora de la comunicación popular, un grupo de Género y Desarrollo de la Universidad, un proyecto de salud de una organización indígena, un centro cultural comunitario, un albergue para adolescentes embarazadas, una organización comunitaria… Tenía 29 años y ya estaba trabajando como médica terapeuta neural, cuando comencé a vivenciar una de las experiencia comunitaria más ricas y trascendentales para mí, denominada “Patios solidarios”. Esta vivencia ha sido mi escuela primera, mi maestra de vida. Formé parte de un grupo de mujeres que decidieron sembrar plantas en las terrazas de sus casas “sin tierra”, en ollas, baldes, cajas de madera y botellas, para cosechar solidaridad, autoestima, autonomía y amor a la Vida. Sembraban para compartir “porque sus plantas valen tanto que no se pueden vender”. Hacía consulta de terapia neural de lunes a viernes, y una o dos tardes en la semana estaba junto a las mujeres de los patios solidarios. Poco a poco fue tomando más y más fuerza el espacio de lo comunitario y se empezó a apurar en mi cuerpo la necesidad de integrar todo lo que estaba haciendo y siendo. La Vida ya me estaba avisando por dónde seguía el camino, ya me estaba “preparando” para seguir siguiendo mi corazón... Justo estaba en este momento, cuando conocí a Julio, mi compañero de vida. Julio me contó del Movimiento Mundial por la Salud de los Pueblos, del Foro Social Mundial, del Laicrimpo, de la Salud Comunitaria en Formosa y de la Alegremia. Fui sabiendo por dónde y cómo seguir mi camino del corazón, de la mano más confiable, tierna y sabia, la del amor. Entre más escuchaba, leía y comprendía estos “nuevos” espacios, más perteneciente a ellos me sentía. Tenía 31 años. Habían transcurrido aproximadamente 7 años de mi encuentro con la terapia neural y 2 de trabajo en los patios solidarios, cuando empecé a sentir un malestar creciente en mi práctica médica. Aunque siempre estuvieron presentes en mi consultorio, el entusiasmo, el asombro y la gratitud por el encuentro, comencé a sentirme incómoda con algunas condiciones de este espacio, principalmente con la de recibir dinero a cambio de lo que hacía. También empecé a sentirme “inadecuada” en la tarea. Aunque intentaba hacer una atención médica diferente, más acorde a las concepciones de la terapéutica que hacía, por ejemplo, retirando el escritorio del medio y no usando bata, al final terminaba atendiendo a alguien y haciendo de médica. Creo que me fui sintiendo desleal con los anuncios y revelaciones que la misma terapia neural me brindaba. Empecé a sentir que no lograba encontrarme realmente con todas las personas que acudían a la consulta, y yo estaba deseando y necesitando encuentros de verdad. Así que, un poco más de un año después, cuando tenía 32 años, cerré mi consultorio y dejé de atender como médica. Al mes siguiente, me fui a vivir con Julio a Formosa, Argentina. Desde entonces, ya hace 8 años, aprendo, construyo, invento, recreo y hago salud comunitaria. Ese es el nombre que ahora tiene uno de mis caminos multicolor. No tengo dudas que todo es una continuidad. Así como en otro tiempo pude intentar impulsar la capacidad propia de cada cuerpo para curarse poniendo agujas de terapia neural, en este nuevo tiempo tengo la oportunidad de seguir “haciendo cotidianidad el discurso”, y junto a otras y a otros, intentar impulsar la “auto-eco-organización” de cada comunidad o lo que llamamos promover relaciones saludables, mediante la valoración de los saberes propios, el fortalecimiento de la autonomía y de la solidaridad. En Formosa continué haciendo terapia neural durante los primeros cuatro años aproximadamente. Y me di el gusto de hacerlo como lo deseaba. En casa, sin recibir dinero a cambio y sin límites de tiempo ni espacio. Es decir, celebrando el encuentro entre dos seres que comparten sus malestares, sus angustias, sus alegrías, sus esperanzas y sus saberes. Y entre esos saberes, uno muy especial que la vida me regaló, la terapia neural. El ámbito en el que hoy hago salud comunitaria es un Programa del Estado Provincial que tiene más de 12 años de historia y que me brinda infinidad de oportunidades para seguir caminando y pareciéndome cada vez más a mí misma. La salud comunitaria permite vivir al mismo tiempo las concepciones de salud y de educación que emergen del nuevo paradigma cultural. Por eso es tan rica y por eso es tan grande su poder de transformación social y personal. La salud comunitaria convoca a nuestras revoluciones interiores provocando la tan necesaria coherencia. Mi caminar se ha enriquecido con la posibilidad de formar parte de otros espacios en los que un mundo mejor se construye y se visibiliza, entre ellos, el Movimiento Mundial por la Salud de los Pueblos y el Movimiento de Salud Popular Laicrimpo. La terapia neural me había contado un secreto, que otros mundo son posibles. Me lancé al vacío para verlos, y entonces supe que además de posibles, urgen y que sólo es posible caminar hacia ellos enredada con otras y otros. Me siento perteneciente a un movimiento de seres humanos que trasciende el ámbito de lo terapéutico, que requiere si o si zambullirse en la transdisciplinariedad, que exige abrazar todas las luchas, la ecológica, la feminista, la indigenista, la campesina, la política, la cultural, la científica… La Vida nos está requiriendo comprometidos, apasionados, tercos, conscientes, diversos y enredados. Guardo como tesoros en mi memoria y en mis anotaciones, infinidad de instantes en los que la Vida me habla, me enseña y me modela a través de la salud comunitaria. Relato tres de ellos que con voz de mujer, evidencian que otro mundo posible ya está amaneciendo: En una ocasión, terminando un encuentro comunitario en una colonia del rico interior de la Provincia de Formosa, acordamos entre todas las vecinas participantes, la práctica que compartiríamos en el próximo encuentro. Definimos que sería la elaboración casera de ricota y quesillo. Al indagar quiénes no sabían hacer estas preparaciones, me sorprendí al darme cuenta que yo era la única que no tenía este saber. Pregunté el motivo de haberlo elegido, y una de las mujeres me aclaró con ternura que “lo importante es hacer las cosas juntas”. Al finalizar un taller de Esperanza y Alegremia en un comedor comunitario de un barrio humilde de la ciudad, una de las vecinas comentó que le gustó mucho el encuentro porque aportó para “un mejor vivir”, ya que ayudó “a recordar que necesitamos poco para vivir, y a darnos cuenta que nosotros podemos ser felices con lo que tenemos y que hay cosas que no necesitamos para estar contentos”. Durante la actual emergencia hídrica que está viviendo nuestra Provincia por la crecida del Río Paraguay, cientos de familias han perdido sus viviendas y han tenido que ser evacuadas a otros lugares. Hay mucho dolor y angustia en la historia de cada una de ellas, así como por supuesto, mucho valor y esperanza. En los relatos de algunas vecinas con quienes he tenido la oportunidad de conversar, el amor a las plantas ocupa un lugar esencial. “Yo le digo a mis hijos que mi vida son mis plantas, por eso me las estoy trayendo de a poquito”. “No era tanta nostalgia, lo que me dolía eran las plantas”… “mi enredadera que ya estaba cubriendo un techito, y a todas ellas las tuve que dejar”. Los lugares nuevos que con precariedad comienzan a ocupar las familias, están llenos de pequeñas plantas sembradas en botellas, latas y cajas. La Vida triunfa y continúa. En este tramo de mi caminar, he ganado algunas claridades que me aproximan a la tan anhelada integralidad. Se ha abierto el camino hacia lo político, lo ecológico y lo espiritual, esto último, para mí, origen, motivo y propósito de todo caminar. Sandra Isabel Payán Formosa, 18 de agosto de 2014
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