Crónicas de Vivencias » Crónicas de Llancahué, Julio Monsalvo

Última actualización: 27/11/2018

 

CRÓNICAS DE LLANCAHUÉ

 

Julio Monsalvo

 

Primera mañana en Llancahué

 

         Sentado sobre una piedra, contemplando flores silvestres. La calma del mar me invade tiñendo mis protoplasmas con azul profundo. El celeste del cielo afirma mi paz interior. Frente a mi, el verdor de las montañas de las Islas de los Ciervos, tapizado con pequeñas, traviesas y delicadas nubecitas. Juguetean aves de todo tipo. Me inclino en feliz y asombrada reverencia ante el tremendo silencio que me envuelve.

         Es una porción de la naturaleza que quizás se asemeje a la naturaleza pura aun no contaminada que en algún lugar aun pueda existir. Me siento como nunca que soy parte consubstanciado con la naturaleza.

 

         Pasa una pequeña lancha, cercanísimo de la costa. Un navegante solitario en la caseta. Es un trabajador humilde. Seguramente un artesano pescador. Siento el impulso de extender mi brazo en señal de saludo desde lo alto de mi piedra, que a su vez está en un alto de una lomada cubierta de arrayanes en flor, tepas y mañíos. Es como si lo mirara a los ojos. Me responde de inmediato. Se que el trabajador también ha mirado mis ojos y nos hemos comunicado.

 

         El silencio me hace recordar a un artículo de Eduardo Galeano en donde cita a su maestro: Juan Carlos Onetti. Cuenta Galeano que Onetti siempre citaba a los chinos, aunque Galeano dice que no sabe si es verdad que este pensamiento es de la sabiduría china:

 

“Las únicas palabras

Que tienen derecha a existir

Son aquellas que

Son mejores que el silencio”…

 

Hace un año estuve en esta Isla y en un sendero encontré una rama frágil, quebrada, de un joven arrayán y estaba con flores. La estoy buscando, ¿Estará? ¿Vivirá aun mi arrayancito que hace un año saludaba todas las mañanas?

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Primera tarde en Llancahué

 

No ubico aún mi arrayancito. Acabo de descubrir un precioso y muy joven arrayán en una lomita. Me siento embelesado con este descubrimiento. Pero aún no he encontrado a mi arrayancito amigo.

         Acabo de trepar un buen trecho. Ya atravesé toda una “pastura” (tierra desmontada donde se están criando ovejas) y he penetrado en un bosquecillo de arrayanes nativos. Hago un alto, pleno sol, cielo azul limpísimo. Perfume de flores silvestres. Siento el mecer de la marea que está bajando. Toco los delgados troncos de los jóvenes arrayanes y siento recibir sus energías. Estoy solo. Estoy entregado a la naturaleza. Toco el suelo, su pasto, su musgo, siento su vibrar. Estoy comunicado. Universalmente comunicado. Busco la armonía la paz y la alegría.

 

Ya estoy en lo alto de la montaña, o al menos en lo más alto de este sector de la Isla de Llancahué. Contemplo bosque nativo, picos nevados, porciones de mar. Un inmenso trasbordador surca el mar allá abajo y deja una rauda estela. Sopla suave brisa. Alcanzo a escuchar el mecer de las hojas. La vida arbórea me cautiva. Registro algunas fotos con ganas de compartir. Lo que registran mis retinas se graban en todas mis células.

 

En la cumbre de la montaña de Llancahué escribo el poema desde mi mismo: preguntas a un muchacho.

 

Segunda mañana en Llancahué

 

         Silencio. Hermoso silencio. Decido caminar por la costa e ir hasta la desembocadura del río. Mi camina es cortísima. Primero, dos. Después, cuatro. Luego, más delfines. Delfines que se pasean frente mío. Se pasean en un tramo de no más de treinta metros. A centímetros de la costa. Aquí los llaman “toninas”. Quedo estático. En este momento uno de ellos pega un gran salto. Hace unos instantes, dos se yerguen, y sacan medio cuerpo fuera del agua: apuntan con su nariz al cielo y ofrecen ante mi vista su blanco vientre. Y siguen, siguen jugueteando y brincando, exactamente frente mío, en estos instantes.

         Escribo “con un ojo” en el papel y constantemente llevando mi vista al mar. La marea está baja. El sol pugna por iluminar el sitio donde estoy sentado, una pequeña piedra, aún húmeda por el paso del mar desde la marea alta a la marea baja. Las toninas se están alejando. Continúo mi caminata.

 

         Ya estoy en el río. Sentado sobre un pequeño y rústico puente (dos largos y angostos tablones). Acabo de encontrarme con un señor que se presenta: Mariano Bojanich. Vive solo charlamos. Nació en esta isla. Salió muy poco de aquí. Tiene hermanas y hermanos en Puerto Montt. Es de origen Yugoslavo. Me cuenta que ahora en esta isla habita unas cien familias, todas sobre la costa. Parecería que nadie ha subido a las más altas montañas en donde, según los planos que se ven por allí habría una o dos lagunas volcánicas.

         Ayer tarde, cuando bajaba de la montaña, me avisan que la lanchita de la isla cruzará a la vecina Isla de los Ciervos. Dos hermanas religiosas, Cecilia y Mariana, conocieron a Don Alonso, el cuidador de la Isla vecina y han concertado la visita. Nos invitan a María y a mí.

         Cecilia 68 años, está retirada, vino hace diez días a Llancahué para tratar su salud con los baños termales. Mariana, joven, bonita, ojos grandes, inteligente, está acompañándola. También está Don Pedro, el papá de Mariana. Mariana nos cuenta de su trabajo en la Villa “Pincoya”, en los alrededores de Santiago de Chile (en Chile a las Villas la llaman “poblaciones de cordones marginales”) es un trabajo educativo. Mariana comparte muchas anécdotas. Advertimos la profundidad y el compromiso en su trabajo. El papá Pedro, la apoya plenamente.

         Llegamos a la Isla de los Ciervos. Es un breve cruce, ya que está al frente de Llancahué. Nos espera Don Alonso quien con su hijo Patricio, 17 años, son los únicos habitantes permanentes de la Isla, ya que es privada. La adquirió hace unos años Giorgio Gambarini, un ciudadano italiano quien vienen unos quince días todos los meses de Febrero.

         Cuando está de vacaciones, Don Alonso está con su familia: Isabel su esposa, Patricia una pequeña de unos 10 años (Patita le dicen) y dos niñas mayores cuyos nombres aun no lo se. Nos encontramos con un “paraíso ecológico”. Don Giorgio quiere que su Isla permanezca “incontaminada”, no admite ni un motor. Su casa y la casa de Don Alonso, recibe agua que viene por desniveles de las lagunas que hay en la Isla. Su casa está abierta para quien llegue a la Isla, solo pide se respete la naturaleza y una propina al cuidador.

         Don Alonso ha puesto algunos cartelitos identificando las especies de árboles. Caminamos tres horas por senderos de monte nativo. Siento que estoy en uno de los pocos lugares de este Chile de los tiempos “neoliberales” que no es exclusivo para quienes puedan pagar tarifas altas. Para acceder a playas de los lagos o a baños termales en la cordillera todo tiene su tarifa. Todo está “privatizado”, hasta las costas de los hermosos lagos y de los mares interiores.

        

         Sigo sentado sobre el pequeño y rústico puente. Escucho la música del correr de las aguas de este río – arroyo. Es música cautivadora.

 

         Ya casi el medio día de esta segunda mañana en Llancahue. Estoy sentado en un claro en un pequeño bosque cercano a la casa. Predominan los arrayanes. Digo mal. Nada n nadie predomina. Simplemente veo más arrayanes y sus flores, porque mi escaso conocimiento solo me permite identificar a muy pocas especies. Estoy en una altura. No tanto como ayer. En media hora nos preparan un baño termal en la casilla. Hoy cumple tres años Romina, la nietita más pequeña de Doña María y de Don Alberto Ermhart. En octubre del 94 se cumplieron 30 años de su instalación aquí, en estas increíbles termas. En el verano, varias nietas y nietos vienen a ayudarlos.

         Gozo de las caricias del sol y del suave y tierno mecer de las aguas que están subiendo lentamente la marea. El mar es de un azul intenso. A las 11 de la mañana se fueron las hermanas con Don Pedro. Mariana tiene un gran empuje. Cecilia nos contaba del terremoto y maremoto del 60, con epicentro en Valdivia. Son numerosas las historias y anécdotas que he escuchado en estos años de visita a Chile de protagonistas y testigos de todo lo ocurrido en ese terrible día. Cecilia nos contaba que en esos tiempos no le permitían, como monja, leer diarios y mucho menos escuchar radio. Así que no podía enterarse mucho de lo que ocurría. Cierto día, arrodillada, limpiando el piso, encontró un trozo de diario viejo y se puso a leerlo. Y en esa posición y ocupación fue sorprendida por una superiora que por supuesto la reprendió y reprimió severamente.

 

         Sigo en el claro. Mi torso ya desnudo. Gozo de la tibieza de las caricias del sol. ¡Encontré mi arrayancito! ¡Sigue con flores! Estoy seguro que es él. Lo saludé. Lo acaricié, le pedí permiso para tomarle una foto.

 

         Don Alonso, en la Isla de los Ciervos, nos llevó por un sendero que culminó en un rústico mirador en lo alto de un monte. Don Alonso tiene 56 años y nació en esa misma Isla! Trabajo varios años en Punta Arenas, en Santiago y en Contact. Aquí conoció a Isabel. Se caso, como dice el, “en segundas nupcias”. Hace tres años que vive todo el tiempo en la Isla de los Ciervos. En invierno queda solo con Patricio (Patito).-

 

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Ya no resisto la tentación y solo estoy en calzoncillos. Aun no se porque me los he dejado. No traje n la bermuda ni el pantalón de baño (quedaron en la habitación). Gozo increíblemente de las caricias del sol, de las caricias del suave pasto, de las caricias de la música del mar, de las caricias del azul celeste del cielo, de las caricias de las algodonas azules, de las caricias del perfume de las flores silvestres.

 

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En el comedor – salón de estar. Sol. Hermosa vista al mar. Ya es la tarde. Caminé. Descansé y leí en “mi claro en el bosquecillo”. Me dispongo a escribir cartas.

 

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Tercera mañana en Llancahué

 

         Muy temprano. En algo así como en el balcón de esta casa. Una andurria hace rato que está sentada en uno de los barrotes, a no más de cuatro metros de mí. Oigo el cantar de otras. El sol ya ilumina los picos volcánicos nevados del continente. Mateo. El mar absolutamente calmo. Dentro de un rato vendrá Don Alonso en su lancha para llevarnos a la Isla de los Ciervos. Hace una hora contemplé el disco rosado de una luna a pleno ocultándose lentamente en el mar, tiñendo el celeste del cielo con vetas rosadas como la seda natural.

 

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Cuarta mañana en Llancahué

 

         Sentado en mi piedra, la piedra de mi primera mañana. ¡Buenos días “Arrayancito! Lo encontré nuevamente. Es muy corta la caminata. Silencio total en la Isla. Silencio en la casa. Cielo “encapotado” dicen.

Hace un rato el sol iluminaba las Islas del frente y veo trozos de cielo hacia el continente. Respiré profundamente el aroma de increíbles bosques en el día de ayer en la Isla de los Ciervos. Caminata de unas cinco horas. Flores silvestres. Inmensos templos con cúpulas de cohihues, lumas, mañíos, tepas. Llego a la Laguna “Marta” y al frente dos enormes alerces. Dicen de tres mil años. Bordeo la laguna. Los senderos pantanosos y llego a tocarlos, abrazarlos, sentir sus energías, elevar la mirada a sus inmensas alturas y ver sus ramas y sus hojas. Vibraciones y más vibraciones muy intensas en ese extraordinario rincón del planeta con vida en ebullición. Subir y bajar cerros tapizados de bosques. Subir y bajar.

El suelo es una elasticidad que dan las hojas, los musgos y los líquenes, y una música que solo el silencio puede ejecutar. Navegar con Don Alonso, con Pato (su hijo Patricio) luego de ese contacto concreto con la mamá tierra en su plenitud, es sentir el mar vespertino de una manera diferente.

 

         Sigo sentado en mi piedra contemplando desde esta altura el mecer arrullador del mar. El silencio total me hace deleitar asombrado el canto de las flores silvestres, la música ejecutada por los tallos de las plantas y arbustos, las vibraciones etéreas de los troncos de miles y miles de árboles que nacieron aquí y el danzar de hojas múltiples tonalidades que me llevan a prestar atención al mensaje de las piedras y de las rocas recubiertas de un suelo brillante de miríadas de forma de vida.

 

         Sigue avanzando el giro planetario, la claridad se intensifica, el grisáceo del cielo se va tornando en matices del color celeste turquesa y soy regalado por el canto y el volar de aves que de tanto en tanto descubro en el hamacarse de alguna flexible rama de árboles que me rodean.

 

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Quinta mañana en Llancahué

 

         Sentado muy de mañana en otra piedra, en el predio de la casa. Cerca del mar pero a una altura mediana que me ofrece un cuadro de claridades y de matices que me pinta el mar en suavísimos movimientos, rayos tenues del sol que iluminan parte del continente, islas vecinas y a lo lejos un trozo de cielo azul cuasi trasparente. Nubes semi plateadas con ventanas de caprichosas formas, permiten ver el celeste tono del cielo. Silencio y perfumes de pastos y flores silvestres.

Ayer tarde hice un “paseo” inesperado a Hornopiren. Una hora y quince (según dicen quienes siguen midiendo fracciones de tiempo), en una lachita que cada vez que la conozco más veo su fragilidad y su precariedad. La lanchita “bailó” bastante a la ida por una fuerte brisa que soplaba y jugueteaba con la superficie del mar. ¿A qué el paseo? Una “urgencia odontológica” (eufemismo más o menos elegante para no decir un problema de prótesis dental). Para mí una señal amarilla del semáforo de la vida: el que haya ocurrido este problema y en especial que habiendo pensado en traer el repuesto al final no lo traje. Y eso que me hice una exodoncia de una raíz de un molar destruido hace tiempo para “no fracasar” en las vacaciones

Fui a la “posta” y me atendieron muy bien. La “posta” está rebién equipada y con una muy “linda onda”. El arreglo me sacó del paso pero observo cierta inseguridad. Es casi seguro que hoy vuelvo a Hornopiren.

La mañana está bellísima e ideal para subir con Don Alonso a las cumbres de la Isla de los Ciervos, arribar a las tres lagunas que se encuentran allí y gozar del bosque de enormes alerces que nos cuentan que están a sus alrededores. La “precariedad” de mi boca me hace sentir que no conviene ir. Serán unas doce horas de marcha y temo un desagradable accidente bucal.

Disfruto de este silencio y en este instante aprecio un hermoso pájaro en un arbusto cercano y su casi inmediato vuelo raudo. Siento que instantes como estos son un templo de la Armonía.

 

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Sexta mañana en Llancahué

 

         Sentado en la misma piedra de la primera mañana. En la corta caminata siento el canto fuerte, intenso y repetitivo de un pájaro. Está allí, en una alta rama de un árbol a la orilla del mar. Yo estaré a unos veinte metros pero como estoy a la misma altura, lo veo perfectamente. Es grande. Pico color naranja. En una rama vecina otra ave similar, menos colores. (¿ es la hembra? Dicen que el mundo de las aves los “ropajes” de más colores son de los machos. Es así). Me detengo. Es un canto especial. Luego se traslada a la rama donde posa la otra ave (¿la hembra?). Esta última responde muy de tanto en tanto con un brevísimo canto. Luego el ave vistosa se traslada a otra rama y queda mirando el mar. La segunda ave queda mirando al mar. La segunda ave queda en su rama pero se da vuelta y mira el mar. Imagino y fantaseo un romance en este escenario. Siento en esta mañana una mayor diversidad de cantos.

         En estos instantes siento una suave caricia que me estremece y me enternece. Son los primeros rayos de sol que llegan justo desde esta piedra y se extiende por una franja hacia el siendo una diversidad de flores con sus luces rojas, rojizas, bordó, blancas, nacaradas, azulinas, sobre el telón de indescriptibles cantidades y tonalidades de verdes helechos, de árboles, de arbustos, de mates, de enredaderas, de musgos, de pastos.

         El mar silencioso y quietísimo me regala un verde especial que intensísimamente se va tornando azulino. El silencio templario de este santuario natural me penetra con los cantos tenues y suaves de aves que celebran su matinal rito.

         El silencio es tal que me penetra con el sonido del batir de las alas de un pájaro pequeño que se posa en un delgado tallo de una plantita coronada de fucsias flores.

         El silencio es tal que me penetra hasta el propio mecer de la hojas pequeñas de ese tallo sacudido por la avecilla que ya voló!. Y en este instante, desde mi “observatorio”, el silencio me penetra con un batir intenso de alillas. Son dos pequeños pajaritos, color amarillo canela, que pasan raudamente, uno tras del otro (¿tras de la otra?) surcando todo mi campo visual a metros del ojo mío. ¿Escucharán las aves, las flores, las hojas, los tallos, los troncos, el suavísimo deslizar de este bolígrafo? ¿Percibirán las piedras, el aire, el mar, la mamá tierra, todo lo que bulle de mis células?

 

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         Reparo en medio de los helechos, en la pendiente que va al mar, debajo de mí, un gran tronco caído. Ya está cubierto de musgos, de helechos y ya hay al menos dos vigorosas matas, una de ellas de color ocre, que se yerguen con sus raíces afincadas en el tronco.

         Caminando por los bosques en la Isla de los Ciervos, he quedado anonadado ante el intensísimo trabajo de la naturaleza con sus troncos caídos por el viento o por el transcurrir de los ciclos planetarios. En un tronco hasta observé, en la Isla de los Ciervos, dos pequeños arbolitos que estaban echando sus raíces allí. Presencié enormes árboles de decenas de raíces que nacían desde una considerable altura de su grueso tronco formando una “cabaña” de múltiples ventanas, “cabaña” de un tamaño capaz de albegar a una persona humana ya adulta. Dicen los que dicen que saben que son árboles que nacieron echando sus raíces en otros troncos enormes caídos, y, con el devenir de los giros planetarios, las raíces fueron extendiéndose, penetraron en el suelo y el gran tronco que primitivamente le sirvió de alimentos, se fue transformando y ya no se lo ve.

 

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         Caminando por el estrechísimo sendero (abierto a machete), en la Isla de los Ciervos, debo sortear una raíz enorme, aparentemente compartida por dos enormes árboles que se presentan como gruesas columnas. Patito (Patricio 17 años) ve mi asombro, que me detengo a mirar lo que nuca había visto, y sonriente dice: “¿Ve? ¡Comparten la misma raíz! Y añade: “aquí abajo, en el suelo, para mí todas las raíces están compartidas, están fusionadas, son una sola”.

         Recordar su comentario me impacta nueva e intensamente, en tanto otra vez siento la suave y tenue caricia que me estremece y me enternece: son los rayos de sol, ésta vez en sentido inverso, que se va retirando y desde frente mío me acaricia y se va escondiendo en una algodonosa y gris platinada nube.

 

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       Ayer tarde, hice otro paseo en la frágil lanchita a Hornopiren. Otra vez a la posta y esta vez sí parece que la Doctora Isabel ha logrado paliar de manera más segura mi “problema odontológico”. Disfruté a la ida y a la vuelta como “pasajero único”, a veces sentado en el banquito, a veces de pie, a veces sentado tipo “yoga” sobre el techito de la cubierta de un mar azul intenso, de pequeños hilos de agua que caen de inmensas alturas de la de las montañas de la Isla de los Ciervos. Disfruté charlando con Roberto, 30 años, vecino de la Isla de Llancahue, amigo de la familia Emhart y que por este mes pilotea la “lanchita”. El 27 de enero una empresa española lo lleva a Punta Arenas a embarcarlo en esos tan inmensos como asesinos buques – factorías por ocho meses. Me cuenta de su infancia en la Isla Grande de Chile, de naufragios.

 

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Sigo, sigo arrobado por el silencio. Continuaré mi despacio caminar percibiendo las vibraciones de la mamá tierra.

 

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       He seguido la caminata. He trepado. Estaré por la mitad de un cerro. Sentado sobre un pequeño leño en un claro del bosque. Un persistente silbido de un pajarillo… ¡ahora lo veo! Está sobre unas retamas blancas a unos cinco metros por debajo de mi lugar. De tanto en tanto otro silbido le responde. No lo veo. ¿Será la hembra? Y de repente, en este instante, un intenso revolotear de alillas, casi un ronroneo, perciben mis oídos y ante mí, al alcance de mi brazo, un pequeñísimo colibrí bebiendo de la flores. Me saco el buzo. Quedo con la camisa manga larga y la ligera campera de mi “yogui”. ¡Así es la mañana del sur patagónico sobre el Pacífico en un mes de Enero! Y el run – run sigue regalándome su ronroneo. Sigo la trepada.

 

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Sexta tarde en Llancahué

 

         En el saloncito de esta “casa hotel”. Brisa fresca afuera que agita las ramas de los arbolillos en el “jardín”. Por las ventanas penetran los colores del mar y el celeste turquesa de un cielo tapizado de nubes. Ha llegado gente a bañarse. Han bajado de dos precarias lanchitas. Otros están en el Mar con niñas y niños de la casa. Yo he escrito algunas cartas intentando compartir vivencias y transmitiendo mis afectos. Es hermoso “parar el mundo” en este lugar del mundo para pensar y sentir la gente que uno quiere. El salón está templado. Tengo mi camisa arremangada y la campera liviana a mano para salir. Leeré un poco y tengo ganas de caminar por el río y ver la “turbina” que en este año ha instalado la familia Emhart para proveerse de energía eléctrica.

 

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Séptima mañana en Llancahué

 

         Sentado en el peñasco de ayer a la mañana. El mismo del primer día y que fotografié. Cielo celeste limpísimo. El sol asoma a mis espaldas pero sus rayos aún están a unos cincuenta metros a mi derecha. Ilumina ya el bosquecillo frente mío con sus verdes multivariados en donde una mata plena de florecillas rojas se destacan. Es que el sol ilumina solamente a ellas en tanto el resto de las flores silvestres aún en sombras.

         Elevo la vista y frente mío, en un clarísimo celeste cielo, el plateado disco de la luna que recién comienza a ser menguante. Todas estas noches iluminaba a raudales la luna “llena”. Hacia el continente dos tenues nubes en forma de trazos de un blanco rosado y, más hacia el fondo, unos pompones celeste – grises. El mar muy calmo. La isla de las Cabras, al frente mío, se refleja en este espejo. Saludé a mi arrayancito, lo acaricié y me atreví a decirle: “¡Te quiero arrayancito!”. A centímetros de él, sobre el senderito, he descubierto una raíz con una matita de hojas pequeñas, muy verdes, hermosa, bellísima. ¿Cómo no lo vi antes? Me conmueve la fuerza de la vida. Del bosque parte una grácil y estilizada ave, de aquí la veo negro azulado. Su vuelo es alto y descendiente planeando, dibujando espirales. Respiro la quietud del aire limpísimo. Lleno mi ser con “respiraciones diafragmáticas”.

 

 

         El silencio, tan hermoso y tan majestuoso, es herido en este instante por la estridente sirena de un barco. Lo diviso a lo lejos. Está llegando a una de las estaciones de una de las empresas salmoneras, a un extremo de las Isla de las Cabras. Todos hablan de la contaminación, de la sofocación de la vida en el lecho marino por los residuos de los alimentos químicos. Todos también expresan su orgullo de que su país es “importante exportador de los productos” de esta industria. Un salmón “criado” químicamente llega al peso de un adulto en solo seis meses. ¡Lo natural es que se desarrolle en tres años!.

 

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Se aleja la barca. Vuelve la magia del silencio. Registro el silencio. Siento las caricias del silencio.

 

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         Ahora estoy en la orilla del mar. El sol acaricia todo mi ser. A metros del borde de la marea en bajante. Caminé lentamente trepando una porción del cerro. El rocío humedeció mis zapatillas. Desde la altura el sol me iluminó el fondo del mar cercano a la costa. Contemplé clarísimo os volcanes nevados del continente. Estoy cerca de mi segunda mañana, las toninas bailaron frente mío. No las vi más. Vi, si, en mis viajes vespertinos a Hornopiren, lobos marinos (viajes por mi “problema odontológico”)

         Mataron muchísimos a tiro de fusil, ya que las empresas salmoneras no encontraron manera más cómoda para alejarlos de las jaulas.

         Gonzalo Paredes es un “caballero” que hace pocos años se radicó en Hornopiren. Era de Puerto Montt. Construyó un hermoso yate con el que trabaja. Con su barca descubrimos la Isla de Llancahue en Enero del 94 y vistamos Fiordo Quintupeo. Con sus notas periodísticas y sus videos ha logrado frenar la matanza de lobos. Ayer trajo una familia en su barco y cuenta que en el Fiordo Quintupeo ya hay una familia de unos treinta lobos.

         De aquí puedo ver el humo que se eleva de la porción de mar desde donde brotan las aguas termales; frente a la “casa hotel”. Diviso el techo en dos aguas, techo aún con tejas de madera (artesanía chilota) y de una chimenea emerge el humo del hogar del salón de estar y comedor.

         A mis espaldas la nueva barca que están construyendo los Emhart con sus propias manos y su propio saber. Al otro lado del río dos casitas de familias vecinas. Todos los vecinos en esta isla tienen sus viviendas sobre la costa.

         Ya el sol ilumina más, sus rayos ya me acarician con más atrevimiento. La luna no se mueve. Su plateado disco está allí, frente mío, sobre un clarísimo celeste cada vez más tenue. Los trozos de un “crayón rosadito y otro con tonalidades turquesas y grises”, han dibujado delgadísimas nubes en este fondo de claridad. El mar es cada vez más azul.

         Valoro y me deleito en este silencio que se palpa, se huele, se impregna.

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Séptima tarde en Llancahué

 

         Exploro el río. La turbina. La cascada natural. Más arriba la toma de agua que al caer por las tuberías mueve el generador. Me empantano. Descubro un camino que están construyendo para que un pequeño tractor transporte la madera de los árboles que caen con la sierra a motor.

         Camino y sorteo obstáculos y más obstáculos. Me duelen los jóvenes troncos, casi tallos, de árboles caídos sobre lo que será camino. Hay una gran dificultad casi al finalizar. Percibo frágiles ramas sobre huecos que parecen pozos o canales. Me introduzco en un joven monte. Doy un rodeo por un sendero que ya mismo me atoro con mi “bastón montañero” (un trozo de tronco delgado que me acompaña desde el primer día). Y estoy aquí, sentado en una fresca sombra del bosque de jóvenes arrayanes al lado de un pequeño y limpísimo arroyo que desembocará en el río. La música ejecutada por estas aguas me da la paz que me quiere el lejano ruido de una sierra que por instantes calla. Flores silvestres, hojas secas, musgos y helechos, me regalan colores y aromas. Seguiré un poco más por este bosque que me invita a visitarlo.

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Y aquí estoy. Atravesé varios pantanos. Troncos caídos por la mano humana que descansan en paz, ya cubiertos de musgos. Estoy sentado sobre uno de ellos. ¡y aquí otra vez la magia del silencio!. El sol que brilla fuertemente, se filtra por los troncos de los arrayanes, ulmos, mañíos y cohihues y otras especies que no identifico. Llenando mi ser intensamente del aire con los mensajes de la vida del Bosque, emprendo lentamente el regreso para disfrutar de esta serena alegría de la vida en Paz.

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Mate amargo. Mateo en el salón de estar – comedor de la “casa-hotel”. El sol entra raudo por los ventanales. La marea alta y picada. Lanchitas realizan maniobras. Son de Hornopiren y vienen a buscar familias de un pueblo que pasaron el día aquí. Una de las pequeñas me dice: “cobran caro aquí los baños. Mi papá no tiene tanta plata.”

         Yo acabo de mi segundo baño en la casilla. La marcha de regreso fue ardua. Me interné en el bosquecillo. No hallé el camino en construcción para regresar por él. Aparecí en los campos de Carlos Bojanich (hermano de Mariano). Estaba altísimo. Veía la costa. La lancha en construcción. La “lanchita” que partió con la familia de la casa de otro familiar en la costa de esta Isla de Llancahué. Llevaba por lo menos dos “turistas” que se hospedaban en la “casa hotel”. Los saludo y me saludan con los brazos. Al fin descubro un sendero. Un cerco. Una puerta atada. Al lado un ternero y su mamá. La mamá del ternero no me mira con mucha simpatía. Me hago el distraído y voy hacia la empalizada. Imposible franquearla. Vuelvo a la puertecilla. No la puedo desatar y la mamá del ternero tiene fija su mirada en mí y solo veo sus cuernos en su cabeza. Al fin logro mover un palito de la empalizada y me deslizo sendero abajo. Me encuentro con Don Carlos Bojanich. Está con su nieto. Está construyendo artesanalmente su lancha. Está colocando cortezas de alerces en las juntas de las tablas de la quilla. Le explico el porqué estoy en su propiedad. Es muy amable. Llego retranspirado. Lavo la ropa y ¡al baño caliente!. Ahora mateo y … ¡a escribir cartas!.

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Octava Mañana en Llancahue

 

         Las nubes bajas. Yo en la cima de un cerro. Toco árboles muy grandes. Mañíos, tepas, ulmos, arrayanes mayores. Otras especies. El suelo alfombrado de pequeñísimas flores arrayanes jóvenes, laureles, mañíos y otros. Viejos troncos caídos y la naturaleza manifiesta su vida en musgos y en otros brotes.

         ¡De pronto! Un tronco caído y debajo del mismo, como le techo de un templete natural, cuelgan multitudes de pequeñas y muy rojas florecillas silvestres. Le dicen “botellitas”. Son pequeñísimas “lámparas” que dan su color y energía a este templo de la vida. Intento registrarlo fotográficamente pero mi registro queda en vivencias internas que las revivo y me emocionan.

 

 

Octava tarde en Llancahué

 

         En un claro del cercano bosquecito de arrayanes a la casa-hotel. El sol “golpea duro”(así dicen aquí). Un pequeño arrayancito me da su miniatura de sombra para poder plasmar en el papel lo que siento. Se vivió aquí esta tarde algo lindo: ¡se boto el barco nuevo de la familia Emhart!. Se estrello en la proa una botella de champagne. Una señora amiga de muchos años, venida de Puerto Montt, fue la madrina de la “Miska II”.

         La familia Emhart en pleno, vecinos, José Fernando Treviño el vecino constructor de la lancha junto con Alberto hijo. También Gonzalo Paredes Gallardo, que había venido de Hornopirén con su familia y amigos trayendo en su “casi yate” a dos chicas jóvenes. También todos los “turistas” hospedados en la casa-hotel. Todos aplaudíamos cuando la barca se deslizó con la marea alta. Emocionó. Una lancha artesanal, con madera de la isla, por vecinos nacidos en esta isla, con sus y con sus artesanales herramientas. Luego, todos a un asado de cordero hecho sobre un largo palo, supongo tipo “spiedo”. La familia Emhart feliz. Es tradicional aquí el asado de cordero después de botar un barco.

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Novena Mañana en Llancahue

 

         Quizás la última en esta Isla en este Enero del 95 al menos así estaba “programado”: regresar al Hornopiren hacia el medio día. El viento soplaba y soplaba fuerte del sur. Los árboles se sacudían inclinándose hacia el Norte. El mar se veía y se lo escuchaba en movimientos. Eran aún los últimos instantes de la noche y todo esto lo observaba desde mi ventana. Aclara el día. Se ve y se escucha la lluvia. El mar está quieto y se baña en esta gigantesca ducha por aspersión.

         Estoy en el salón de estar-comedor de esta casa-hotel. Don Alberto enfrascado en prender el hogar. Diviso al continente a través tenue bruma y hacia mi izquierda, quizás lo que llaman sudoeste, las siluetas de los archipiélagos conformados por pequeñas islas que señalan la portada al Golfo de Ancud.

         Las flores silvestres y los verdes de las nalcas, y de los musgos, y de las hojas de árboles y arbustos, lucen con una especial irradiación de lozanía que a través de los vidrios de rústicas ventanas llegan hasta mí. Y así siento y percibo un crecer en mi serenidad interior, un crecer en mi calma, un crecer en Paz interior. Percibo y siento como toma de decisiones por una salud superior. Una toma de decisiones quizás por eso que leí por estos días, por un entusiasmo que según se dice, en griego significa: “llevar a Dios con uno mismo

         Percibo y siento que estoy ya sintiendo ese mar interior sereno, vivo, bullente de vida, creciendo en esa Salud Superior.

         Así como alguna vez, en un tenebroso y oscuro túnel de la muerte real, logré ver el destello de luz y decidí vivir y ¡vivir!, siento y percibo que estoy en una también trascendente toma de decisiones en esta porción del Mundo que es la Isla de Llancahue: ¡la decisión de vivir una Salud Superior y creciente!

 

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Isla de Llancahue, en un verano, en enero del 95

 

 

POEMA DESDE MI MISMO

 

¿Dónde vas muchacho?

¿De donde vienes?

¿Por qué esa búsqueda continua?

¿Qué buscas?

¿La sonrisa?

¿La risa?

¿La caricia?

¿La ternura?

¿El silencio?

¿La tibieza?

¿Qué buscas muchacho,

por tantos rincones?

¿Lo buscas en el mar?

O en la montaña?

¿Lo hallas en la nieve?

¿En los bosques?

¿Lo encuentras, quizás

en la pequeña flor amarilla

que apenas se asoma

entre las piedras?

¿Encuentras lo que buscas

En la danza de los delfines?

¿O acaso en las piedras

De la Indio América?

¿Qué te atrae muchacho,

De estos andes?

¿Qué vibraciones sientes

Ante el presionar del musgo del suelo?

¿Qué te cantan las aves?

¿Qué comenta el perfume

De los arrayanes

Y de los canelos?

¿Qué te dicen los alerces,

Las lengas

Y los teguales milenarios?

¿Qué mensaje te traen las piedras

Del Machu Picchu?

¿Qué misterios te quieren revelar

Las construcciones del Tiahuanaco?

¿O es que buscas sumergirte en el Titicaca

Para hallar lo que buscas?

¿Por qué te sientes extraño

En esa megapodios que te vio nacer?

¿Por qué gana la tristeza

Cuando alguien grita,

O insulta?

O mucho más cuando

se golpea a un niño?

¿Por qué el azul del cielo,

Y el celeste del mar,

Y el blanco de las nieves,

Y el verde de los bosques,

Y el rojo de los coihues,

Tiñen todos tus protoplasmas?

¿De qué galaxias vienes, muchacho?

¿Por cuántos sitios has andado

En tu búsqueda?

¿Solo?

¿Con quién?

¿Has hallado la sintonía comunicacional?

¿Has vivido el Amor?

¿Qué labios besaron

Y se estremecieron al unísono?

¿Buscas el amor?

¿Buscas el enamorarte

De quien isócronicamente

Se enamore de Ti?

¿A dónde te diriges muchacho?

¿En qué proyectas tus energías?

¿Qué te cuenta, muchacho,

Este arrullo de hojas,

Que danzan con la brisa

En las montañas

De la Isla de Llancahué?.

                                                                                                    

 

 Julio Monsalvo

  Isla de Llancahué, tarde de sábado de un verano de 1995.

 

 

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