Cuentos » Los Curadores - Carlos Cristian Italiano

Última actualización: 21/09/2010

 

Los Curadores
 
Carlos Cristian Italiano
criselferroviario@gmail.com
 
 
Era la primera vez que visitaba la casa de Emilio H. había llegado hace relativamente poco al pueblo, unos diez años, y su nueva hijita era una de sus pacientes del consultorio. Al bajar de su auto tuvo que pensar donde dirigirse, porque tuvo que adivinar de cual de aquellas casas la habían llamado. Era un asunto sencillo, pero de esas tres casas del barrio (el resto era campo) no había ninguna con alguien esperándola en la puerta; y a ella no le gustaba comenzar una visita dudando. De pronto un hombre joven, moreno, como aparecido de la nada, entró en una casita de frente blanco, abriendo y cerrando la puerta con la misma rapidez con que fue percibido. No lo dudó más: si había gente entrando con tanta familiaridad, supuso, esa era la casa.
 
 Antes de golpear acomodó su camisa con movimientos del cuerpo, y aseguró su bolso al hombro, que era de tela artesanal. Un momento después de los golpes la recibieron.
 
-Adelante, doctora, mi niñita está al fondo, yo la conduzco –dijo el hombre con pocas palabras.
 
-Buenos días, don Emilio.
 
El anfitrión en persona, corpulento y bajo, de manos gruesas, calva canosa, buen aspecto, la introdujo de inmediato a través de un comedor amplio en penumbras, pues no se hallaba prendida ninguna luz artificial a pesar de que las persianas estaban bajas. Sentados a un costado, contra la pared, se encontraban un hombre, de camisa blanca, que es el que observó en la calle y al lado, una madre con su niño sentado a horcajadas. El niño tenía tres años y era un “viejo” paciente suyo. La madre, al pasarle por al lado, se apresuró en saludarla.: -¿Cómo está, doctora? ¿Vió que grande está mi nene? El siempre la recuerda de cuando usted estaba en el hospital.
        
Ella respondió al saludo, llamó al niño por su nombre y este, luego de hacerle un festejo, recibió de premio una caricia.
Pero el saludo resultó fugaz: debió internarse, siguiendo a don Emilio, más al fondo de la casa, atravesar un pequeño pasillo y continuar hacia un patio interior, con las típicas macetas de material, de relieve nudoso, simulando troncos.
 
De las paredes se desprendían líneas de alambres que cargaban broches y alguna prenda ya seca y olvidada.
 
          -Llegó la doctora, -dijo el dueño de casa, mientras habría la puerta de una habitación que daba al patio, y daba un vistazo a la misma para ver si se hallaba todo en condiciones -, la voy a hacer pasar.
 
         En ese instante de soledad en el patio, pudo curiosear la cocina, al lado de cuya puerta se había detenido, que estaba iluminada por el fuerte sol que llegaba desde afuera. Pudo observar, cercanos y dispuestos sobre una mesita con mantel de plástico, un equipo para matear de aluminio, con su recipiente para el azúcar, mate y bombilla, y la pava, todo tan prolijamente ordenados que parecían esperar una fotografía; y arriba de ellos, colgando de la pared, tres imágenes en cuadros en marcos de madera, uno encima del otro. El primero, un sagrado corazón de Jesús, el siguiente, el de una Virgen Desatanudos, y el último, que la atrapó en el instante de verlo, ese retrato tan famoso de Gilda, adornada de flores, con esos ojos tan abiertos y esa sonrisa que no es común entre los santos, pero que la convierte en una en la imagen de una virgen radiante e inmaculada.
 
Cuando volvió la mirada a la piecita, don Emilio estaba adentro con su mujer y tomaba a su hija entre los brazos, para alcanzársela a la pediatra, cuando ésta entró, sin haber advertido su distracción.
 
- Mire, doctorcita -dijo acercándole a la bebé de siete meses de vida, que ella conocía desde que nació-, mire el sarpullido que tiene. Y le levantó con sus manos gruesas y casi bruscas el delicado saquito de algodón
 
La doctora la tomó en brazos y la recostó en la cama. El cuarto era pequeño, así que los tres estaban muy juntos. La madre la saludó levemente en cuanto la vio y le sonrió. Era mucho más joven que él, y estaba haciendo guardia en la pieza, junto a la niña, mientras durase la enfermedad. Por eso aparecía un poco aturdida y nerviosa.
 
          - Irene, ¿cómo anduvo la nena, agarró fiebre? – dijo don Emilio preocupado-
Sabe, doctorcita –se explicó-: no tengo tiempo de atender el consultorio y mi hija a la vez.
 
 -Estuvo calentita, pero tomó bien la teta y estuvo tranquila.
 
          -¿Le pudiste tomar la temperatura con termómetro? – dijo la pediatra.
 
 -No.
 
          - Bueno –continuó ella, un poco incómoda por tener que atender en ese espacio tan reducido- A ver ese sarpullido...
 
Al inclinarse con la niña sobre la cama, buscando la mejor luz, don Emilio comentó con voz firme: -Sinceramente no la veo tan seria. Va a andar bien.
        
         La bebé estaba indiferente a la exploración, más probablemente por su ignorancia hacia lo que pasaba que por un reconocimiento de su doctora. Se llevaba libremente las manitos cerradas hacia la boca, como bostezando y luego movía bruscamente los brazos. Las piernitas parecían querer pedalear. Notó que entre su ropita había prendas de nylon. La niña tenía unos ojos hermosos, casi como los de Gilda.
 
- Si, ahora que la veo bien, lo más seguro es que sea una reacción de la piel. Si no tiene fiebre no hay que hacerse problema. Vamos a sacarle esta camisita de nylon y a tomarle la temperatura con termómetro.
 
Mientras la madre, solícita, iniciaba la tarea de cambiar el pequeño vestuario y la pediatra, atenta, desenfundaba un termómetro de su bolso, don Emilio continuó su conversación.
 
-¿Viste Irene que no era nada? Estamos de acuerdo la doctora y yo –
 
La voz de don Emilio, sonriente, sonó paternal con su esposa. Mientras realizaba la maniobra de tomar la temperatura, la doctora apreció durante un pestañeo lo diferentes que se veían ambos padres.
 
        -No, esta niña no tiene nada- dijo una vez erguida cuando confirmó la falta de fiebre-: no necesita más que un baño si está molesta, mantenerla fresca y cambiarle las ropitas y eso sí: consíganse un termómetro.
 
La mujer se acercó a su hija, alzándola, para mostrarle nuevamente su sonrisa, aliviada: -Gracias Patricia, que bueno que no sea nada.
 
 -No, no es nada - reafirmó.
 
Mientras hacía un pequeño rodeo para acercarse a su esposa, don Emilio volvió a afirmar: - Que curioso, Patricia –comenzó a llamarla por su nombre-, yo a mis pacientes, cuando es algo sencillo, les indico lo mismo, no me lo va a creer. Pero como mi mujer estaba tan asustada preferí llamarla porque, ¿sabe?, ni ella ni yo, por nuestra hija, jamás llamaríamos a otra pediatra, fuese o no algo grave, que a usted.
 
          -Gracias, respondió ella, dándose un beso en la mejilla con la mujer y sonriéndole a la bebé, para luego girar y salir, silenciosamente como entró, hacia la puerta de calle, escoltada por el dueño de casa. Había recibido con gratificación las palabras de la pareja, que era el mejor reconocimiento que podía recibir por su diaria y sacrificada labor. Al pasar por la puerta de la cocina distinguió la sonrisa de Gilda desde la pared, los santos, el orden y las flores de artificio del pequeño santuario; pero especialmente esa sonrisa parecía de una amiga suya. En el comedor, donde ya alguien más esperaba al curador, se despidió brevemente de la mujer. Emilio H tenía un intenso trabajo; siempre había gente que lo necesitaba.
 
Por fin en la puerta le llegó la hora a la ceremonia de los honorarios. Antes de que ella pudiese hablar, don Emilio sacó una billetera con billetes de varios colores y rápidamente preguntó: -
 
¿Cuánto me dijo, quince pesos?-. Ella recordó que en la entrevista telefónica previa le había indicado que le iba a cobrar veinte y que, es más, don Emilio, bastante nervioso, le había ofrecido “lo que sea” si con eso se venía. Pero no le dio importancia a ese detalle: -Está bien, don Emilio, quince sean.
 
Pasada la ceremonia, y el saludo, la pediatra volvió a su auto y escuchando algún programa local en la radio regresó a su casa, mientras el hombre, a su vez, retomaba la tarea, momentáneamente detenida, de curar gente. Y en su hogar, todavía guardaba la sentía del reconocimiento tan valioso de ese ilustre hombre de barrio.

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