Salud Pública - Salud del Pueblo » Testimonio de una experiencia de vivir con cáncer, Carla Vidal Pollarolo, Chile

Última actualización: 13/03/2014

TESTIMONIO DE UNA EXPERIENCIA DE VIVIR CON CÁNCER

Carla Vidal  Pollarolo

 

Este es mi testimonio, la experiencia de vivir con una enfermedad, y también es la sistematización de las reflexiones que he procesado en este tiempo. Hacerlo ha sido profundamente útil para mí, y tengo el deseo que también lo sea para otros, ya sean  enfermos, quienes trabajan con ellos, sus familiares y amigos, o cualquier persona que quiera pensar sobre la propia vida y su sentido.

 

Soy Carla Vidal Pollarolo, tengo 48 años, estoy casada y tengo 3 hijos de 22, 19 y 14 años. Soy psicóloga y supervisora clínica, terapeuta familiar del Instituto Chileno de Terapia Familiar. Desde 1992 trabajé en esa institución en diversos roles, como terapeuta, docente, luego miembro del directorio, Directora Clínica y finalmente Presidenta en el año 2007. En ese momento compartía mi quehacer entre el Instituto y la consulta privada, donde atendía individuos, parejas y familias. Como temática me fui especializando en Duelo, realizando atención clínica y haciendo clases.

 

En abril de 2007, hace cuatro años y medio, me encontraba en un muy buen momento: tenía una familia cariñosa y sana, me iba muy bien profesionalmente, habíamos comprado recientemente nuestra casa cerca del colegio de los niños, vivíamos tranquilamente. Todo cambió bruscamente. A partir de una peritonitis apendicular detectaron un tumor en el apéndice, y al hacer imágenes de abdomen y tórax  se determinó que correspondía a la metástasis de un cáncer pancreático con múltiples nódulos en el peritoneo y en el pulmón. Así, de un momento a otro se me diagnosticaba un cáncer de páncreas etapa IV, con un pésimo pronóstico: se habló de sólo unos meses de vida.

 

Estar hoy aquí refleja el proceso que he recorrido. Sigo viva, y con una muy buena calidad de vida, a pesar de que el tratamiento nunca ha cesado: me realizo quimioterapia de manera continua, cambiando la frecuencia (actualmente cada 15 días) y el esquema de drogas en función de la evolución de la enfermedad y su actividad tumoral. Quiero contarles cómo ha sido este proceso, organizado en torno a sus puntos de inflexión.

 

El shock del diagnóstico

Cómo enfrentar la enfermedad y todo lo que viene por delante

¿Debo luchar contra el cáncer?

Primer punto de inflexión

 

Al saber del diagnóstico, en medio del shock, tuve una reacción de mucha fortaleza. Les prometí a mis hijos, con profundo convencimiento, que no moriría. Me dije a mi misma y a los demás que no era mi primera batalla y no sería la última. Sin embargo, el primer punto de inflexión se produjo seis días después, cuando unas amigas me llevaron a ver a Tom Heckel, un terapeuta norteamericano formado en la India considerado “consejero psíquico”. El me dijo que mi alma estaba muy cansada de luchar, que desde niña me había tocado hacerlo y que mi esencia estaba en la contemplación y la compasión, no en la lucha. Por lo tanto, si enfrentaba el cáncer luchando contra él me cansaría aun más, y la única salida era que lo enfrentase a través de conectarme profundamente con el deseo de vivir. Esas palabras me estremecieron y me hicieron mucho sentido, convirtiéndose en el punto de partida del camino que he recorrido hasta hoy. Gracias a esa conversación la enfermedad dejó de ser una carga intrusa de la que tenía que deshacerme para que la vida volviera a ser como antes, y se convirtió en la posibilidad de conectarme en lo profundo con la vida que necesitaba vivir. A su vez, él me entregaba un mensaje inesperado, revolucionario, contrario al sentido común: no había que luchar, había que vivir. Sentí un alivio tremendo de poder enfrentar el cáncer de esta manera, conectada con la vida y el placer, y no como soldado de una batalla en la que, además, el ejército contrario era muy poderoso. A partir de ese momento dejé mi cargo en el Instituto, derivé a todos mis pacientes, me concentré en darme una buena vida cotidiana conectada con mi familia, con la naturaleza. Comencé a relacionarme con mi cuerpo de manera que no sólo fuese el recipiente de la enfermedad: dos veces a la semana me hacían reiki y otras dos veces iba a yoga. Complementaba la quimioterapia con medicinas alternativas y con cambios en mi alimentación, de manera de fortalecer el sistema inmunológico y ayudar a mi cuerpo a enfrentar el cáncer y el costo físico del tratamiento. Ante la incertidumbre del mañana, comenzó a tener profundo valor el momento presente, lo que se traducía en acciones sencillas, casi siempre postergadas en mi vida anterior por mi falta de tiempo, y que me resultaban profundamente placenteras. Así, de a poco, a pesar del dolor, del miedo y de  la pena empezaba a disfrutar, y la manera de vivir de antes dejó de interesarme. Comencé a hacer caminatas temprano en la mañana junto a mi perrita por un parque cercano a mi casa; a maravillarme de todo lo que veía, a sorprenderme al constatar cuántas cosas dejamos de ver si caminamos con el único propósito de llegar rápido a alguna parte. Al ser testigo de los ciclos de la naturaleza, del sol que sale porfiadamente todos los días, mi vida y mi enfermedad se ponían en perspectiva: yo era parte de esa inmensidad, la parte de un ciclo mayor que nos abarca y que no controlamos. Así nació en mí un sentimiento de devoción, de maravillarme y sorprenderme, de profundo sentimiento de contradicción al darme cuenta de cómo la enfermedad y la cercanía de la muerte estaban permitiendo conectarme con la vida, y a su vez con el misterio. Podía entonces entregarme al no control y a la incertidumbre con menos angustia, surgían la curiosidad y la gratitud como sentimientos nuevos que me llenaban de paz.

 

En ese tiempo, el futuro tenía menos sentido ante la inminencia de una muerte prematura y por lo tanto la vivencia del presente adquirió un valor supremo. Los planes, el mañana, ciertos deseos, proyectarme, parecían inútiles o dimensiones de la vida a las cuales ya no tenía derecho.  Más tarde me di cuenta que no tenía por qué ser así.

 

En paralelo, la enfermedad seguía su curso en la forma de continuas pérdidas: mi pelo se raleaba, las quimios me dejaban muy agotada, mi alimentación era menos libre, me veía flaca y ojerosa, salían feos granos en mi cara y mi cuerpo, mi autonomía se restringía y tuve que aprender a depender de los otros, pese a haber jugado por años el rol de pilar sobre el cual el resto se apoyaba. Sin embargo la disminución de la autonomía no me impidió estar a cargo de mi tratamiento. Fue fundamental sentirme con la entera libertad de elegir a mi médico, así como las medicinas complementarias que muchas personas me aconsejaban con carácter de urgencia. Este empoderamiento generó tensiones con algunos de mis seres queridos, pero fue fundamental sentir que estaba activa haciéndome cargo de mi enfermedad, y eligiendo en función de aquello que a mí me hacía sentido y me resultaba amigable.

 

Desde ese primer año y hasta el día de hoy ha cumplido un rol fundamental la relación con mi doctor. Soy extremadamente privilegiada en el plano médico: hacía años habíamos tomado el seguro de la Clínica Alemana, por lo cual mi tratamiento es sin costo. Y afortunadamente mi doctor —Conrado Vogel— ha sido un pilar en cuanto ha asumido mi caso con mucha dedicación y profesionalismo y, sobre todo, con una  capacidad infinita de vincularse en un plano afectivo y personal. Está siempre disponible, no me habla desde las alturas sino en un plano totalmente cercano, si no sabe algo me lo dice y discute del caso con su equipo. Siempre me ha alentado a privilegiar actividades que sean vitalizadoras, como los viajes, incluso cuando se produce un choque entre éstas y la quimio acordada. Hemos tenido muchas conversaciones profundas en que me transmite calma, donde convive la esperanza y la aceptación, y en que me ayuda a vivir con mi enfermedad de la mejor manera. Un aspecto muy importante en este vínculo es el humor; nos reímos muchísimo, lo cual genera más cercanía y le quita dramatismo. Todo esto hace que me sienta una persona, valiosa e importante, y no un cáncer de páncreas.

 

Junto con la ayuda médica he recibido, hasta hoy, un muy buen acompañamiento de mi terapeuta, y el apoyo farmacológico de una psiquiatra amiga. Durante el primer año también recibimos terapia familiar, la cual fue muy provechosa para compartir nuestros sentimientos y hacer ajustes necesarios en nuestro funcionamiento como familia. El apoyo de las medicinas complementarias ha sido también una ayuda invaluable para el buen estado en que me encuentro, y también la relación con estos médicos me ha permitido un vínculo muy provechoso para ir direccionando este camino.

 

En ese primer año se destaca nítidamente el poder de contención que tuvo la red de apoyo. Sentir a tantas personas ofreciendo y dando ayuda tanto económica como práctica me generó la sensación de estar sostenida, como si flotase en el mar en vez de patalear para no ahogarme. El anillo fundamental fue mi familia directa: mi marido trajo su oficina para la casa y así podía acompañarme a cada quimioterapia y en los días que me sentía muy mal, él estaba trabajando cerca de mí. Mis hijos estaban muy conectados conmigo pero a la vez continuaron con sus vidas, lo cual me vitalizó mucho ya que la casa seguía siendo un centro de reuniones adolescentes donde la vida transcurría con todos sus sabores. El segundo anillo fue la familia extensa, de donde recibí mucho amor y protección, especialmente de mis padres a quienes veía hacer malabarismo emocional entre la devastación que les significó la noticia, su deseo de interceder y dirigir en tanto padres y médicos, y su buen criterio de respetar mis decisiones y procesos. El tercer anillo fueron los amigos, distinguiendo aquí la cantidad enorme que formó la red general –colaborando  económicamente y con muestras de cariño a través del correo electrónico y redes de oración– y aquellas amigas más cercanas que han ejercido hasta hoy un rol fundamental en la contención, en ayudar a pensar, a tomar decisiones, en escuchar sin tener que decir nada, en otorgar ayuda práctica cuando se hace necesaria, y a la vez en seguir viviendo la vida con humor y placer.

 

Frente a toda esta red familiar y de amistad siento una profunda gratitud. Pero no me siento en deuda. La gratitud es un sentimiento que se relaciona con el amor incondicional y genera más libertad; la deuda aprisiona, obliga, restringe. A su vez, no quiero que nadie se sienta en deuda conmigo: cuando una persona me llama y se disculpa por no hacerlo hace tiempo, me pregunto: ¿y por qué se siente mal si yo tampoco la he llamado? La enfermedad no tiene por qué dejarme en una situación diferente respecto de la reciprocidad de las relaciones.

 

Esto se vincula con un tema fundamental que quiero abordar: la mirada de los otros. Con mucho cariño, la mirada general era ¿por qué te pasó esto a ti? Esta pregunta tiene dos componentes: el de injusticia y el de la propia responsabilidad. Ambos me resultaban muy difíciles. Cuando veía a los otros con rabia por la supuesta injusticia que me había sucedido, me sentía muy sola: significaba que me había ocurrido algo excepcional, incomprensible, ajeno a lo que les sucedía a ellos. Se creaba así el sentimiento de separatividad: yo en la otra vereda, fuera del club de los sanos, o –más bien– fuera del club de los vivos. Cuando el componente era la propia responsabilidad, me gustaba  pensar en cuáles eran las causas, o condiciones, o mis propios actos incorrectos que habían producido y sostenían el cáncer, pues eso me permitía pensar que estaba en mis manos realizar cambios que lo mantuvieran bajo control.  Sin embargo, esta idea me sometía a  una presión muy difícil de sobrellevar: si el antígeno pancreático volvía a subir, me angustiaba por identificar qué cosa había hecho mal ese mes que explicara ese hecho. Me di cuenta que pensar en  mi propia responsabilidad me generaba una ilusión de control  muy exigente y que a la vez no me permitía enfrentar la realidad de la enfermedad, que es la realidad de la incertidumbre y el misterio. Me enfrenté entonces a las siguientes interrogantes: ¿cómo salir de los polos de la injusticia y de la propia responsabilidad?, ¿cómo empoderarse con el tratamiento, haciendo cambios significativos que ayuden a fortalecer el sistema inmunológico, pero a la vez aceptar el misterio y el no control?, ¿cómo aceptar el misterio y el no control sin quedarnos de víctima de alguna maldición inmanejable?

 

Trabajar en esas preguntas ha sido parte importante del recorrido que seguí haciendo,  para poder enfrentar el cáncer a través de la conexión profunda con la vida y no a través de la lucha. Una idea se iba haciendo cada vez más clara: esto se trata de vivir, no de durar.

 

 

El segundo año

¿Cómo convivir con la enfermedad?

¿Quién soy?, ¿qué me define?

¿Qué hago si no hago lo que siempre he hecho?

¿Cómo convivo con la pérdida de poder?

Segundo punto de inflexión

 

Al finalizar ese primer año, sorprendentemente todos los indicadores bajaban sostenidamente y, lejos de morirme como estaba pronosticado, se instalaba la idea de una enfermedad con la que tendría que  convivir un tiempo más largo. Me sentía muy contenta, pero simultáneamente surgía una angustia profunda: ¿qué hago ahora? Ya no podía sólo dedicarme a  recuperar energías, y tenía claro que no quería y no debía volver a trabajar en lo mismo y de la manera que lo hacía antes. Atender pacientes sería malo para ellos ya que por el tratamiento no  podía comprometerme como una terapia lo requiere, y además yo no tenía ganas de trabajar asumiendo las angustias de otros. Volver a un cargo institucional me parecía aun más impensable. Entonces ¿qué hago ahora si no puedo o no quiero hacer  lo que siempre he hecho? ¿Quién podría ser si no soy la terapeuta exitosa, ni la buena docente, ni la representante del Instituto? Aparece así la sensación tremenda de que la enfermedad me estaba generando un quiebre de identidad, y eso se vive como sensación de vacío. ¿Y qué se hace con el vacío? Mirando para atrás creo que lo sostuve un tiempo, y eso generó oportunidad y crecimiento. Fue el segundo punto de inflexión. Cerré la consulta, viví la dura experiencia de volver allí –no  regresaba desde  la tarde en que me  hicieron el scanner que diagnosticó mi cáncer, por lo tanto había cerrado la puerta sin saber que no volvería–,  saqué todos los muebles, la vi vacía, y tomé conciencia de que estaba cerrando una etapa sin saber a cuál estaba entrando. Era el fin  de mi actividad principal, de mi fuente de gratificación y sostén económico, pero, sobre todo, era el fin de la identidad que me representaba y por la cual los otros me reconocían. Armé en mi casa un lindo escritorio y allí comencé a supervisar, actividad que mantengo hasta hoy. Así retomaba mi vida laboral en un espacio protegido, manteniéndome activa y reflexionando, pero a la vez me quedaba mucho tiempo para cuidarme, para seguir con el reiki, el yoga, las caminatas, la cercanía con mi familia, mis amigos, y también para continuar con el tratamiento de quimioterapia. Cuando digo que sostuve el vacío es porque ahora veo que fui capaz de  no llenar el tiempo, toleré no encontrar rápidamente la respuesta al ¿quién soy entonces? ¿Qué hago si no hago lo único que sé hacer? Aparece la sensación de apertura y así, sin darme cuenta, de a poco comienzan a surgir actividades nuevas que permitieron sentirme plena: lo primero es que me formé en reiki y comencé a ejercitarlo con otros. Con esto se me abrió una nueva dimensión en la relación con los demás: la sanación, ya no a través de la palabra, mi antiguo y conocido territorio, sino a través del cuerpo.

 

Me comenzaba a dar cuenta entonces que no existía una sola manera de vivir, que yo era más que la identidad que se había quebrado, y que estaba comenzando a probar nuevas maneras de ser y de realizar mi profesión. Lo sorprendente es que me estaba gustando más que la forma de vida que tenía antes, pese a que anteriormente tenía  una carrera profesional gratificante, prometedora y desafiante. El encantamiento con mi nueva vida reveló dos cosas: que había estado ciega a altos niveles de agotamiento y exigencia y, por otra parte, que siempre existen los espacios de libertad, teniendo a nuestro alcance insospechadas maneras de vivir y de ser a las cuales nos negamos por aferrarnos a una identidad, más aun si ésta está llena de reconocimiento.

 

 

El tercer año

La apertura a nuevas miradas

La relación con la enfermedad y la muerte de manera más natural

Ir aceptando la experiencia con todo lo que trae

Tercer punto de inflexión

 

El tercer año apareció la Psicología Budista, guiada por la psicóloga Verónica Guzmán. La práctica de la meditación y las lecturas sobre la vida y la muerte me fueron dando una sensación profunda de apertura a la experiencia con toda su dimensión, lo cual me permitía vivir plenamente el dolor, la pena, la rabia y el miedo cada vez que aparecían, y a la vez los podía dejar partir sin quedarme atrapada en ellos, pudiendo también sentir el amor, la gratitud, la felicidad de estar viva, el placer vivido en pequeñas y grandes cosas. Le dio una significación a aquello que intuitivamente estaba haciendo y descubriendo. Adquirí la sensación de que “todo cabe”, que la vida es un espacio abierto donde cabe la enfermedad y sus dolores físicos y psíquicos, y también cabe la enfermedad como oportunidad de mirar y vivir aspectos nuevos e insospechados de uno mismo, a los cuales seguramente no les habría dado un espacio si todo hubiese seguido su ritmo, aquel ritmo de las cosas considerado “natural”.

 

Al ver la muerte como algo ordinario, que nos ocurre a todos, disminuyó el sentimiento de separatividad. Ya no me estaba pasando algo extraordinario. Al contrario, al estar fuera del pedestal del “éxito” me encontraba en un lugar de mayor sensibilidad para conectarme con todo el sufrimiento de la humanidad, pero ahora desde un auténtico sentimiento de compasión, de com–pasión, de compartir el dolor, y no hacerme cargo de él como muchas veces me debe haber ocurrido como terapeuta. Este ha sido un proceso del que entro y salgo, no se adquiere de una vez y para siempre. La tentación de poner al que sufre en la otra vereda también me ocurre: muchas veces me sucedió que al ver a una mujer con pañuelo en su cabeza decía “pobrecita”. O sea, la ponía lejos de mí y en una situación de desmedro: ella había quedado calva y yo no. Luego me daba cuenta de cómo había separado de mí a esa mujer para sentirme mejor, siendo que si nos comparábamos ella podría estar incluso en condiciones de salud mejores a la mía: es verdad que sin pelo, pero probablemente con un esquema acotado de quimios, luego de lo cual le crecería el cabello y estaría sólo haciéndose controles. Este fenómeno que describo lo he visto en la mirada de muchas personas hacia mí. La mirada  que dice “pobrecita”, con mucho cariño, pero que me  relega a la vereda del frente. En algún sentido nosotros, los enfermos de cáncer, somos portadores de malas noticias. Somos los mensajeros que comunicamos que existe la enfermedad, que le puede ocurrir a cualquiera, que la muerte no se da en orden cronológico y que, finalmente, nos llegará a todos, sin control sobre ella.

 

A partir de estas reflexiones fui llegando a ciertas respuestas sobre mis preguntas iniciales. Si la enfermedad y la muerte son fenómenos naturales y no extraordinarios, no cabe la pregunta rabiosa del ¿por qué a mi?, como si una injusticia hubiese caído cual maldición sobre mi cabeza. Esto me ha parecido muy importante, porque el sentimiento de injusticia promueve quedarse en rol de víctima, lo que podría traer muchas ganancias secundarias, pero, sobre todo, trae una trampa fundamental: uno queda atrapado por este sentimiento, envuelto en su manto, haciendo muy difícil que la vida continúe. Desde el rol de víctimas somos nosotros mismos los que nos situamos  en la otra vereda, profundizando la vivencia de separatividad como si todos los demás estuviesen sanos y felices. En esa otra vereda, la víctima se niega el derecho a vivir como cualquiera. Desde el rol de víctima es muy difícil sentir compasión por otros, ya que se tiende  a pensar que uno es quien más sufre y que, al lado de lo que nos ha ocurrido, todo lo demás es insignificante y cualquier sufrimiento ajeno es exagerado y despreciable, lo cual profundiza nuestro aislamiento y soledad ya que difícilmente nos sentiremos comprendidos por algún otro que “no está viviendo lo mismo que yo” y, por lo tanto, “no tiene ni idea de qué se trata todo esto”.

 

Al mismo tiempo, si la enfermedad y la muerte son fenómenos naturales, no tengo que pensar que yo me he causado el cáncer y que de mí depende totalmente la curación. Puedo cuidarme, implementar acciones que  protejan el terreno en que me habito, tales como una buena alimentación, cuidar el cuerpo, usar medicinas complementarias, tener un estilo de vida con mayor conciencia de qué me hace bien y qué me hace mal, saber poner límites, tener una mayor conexión con las cosas que me vitalicen. Pero, finalmente,  admitiendo que todo ello es muy importante, que seguramente va a darme una mejor calidad de vida y tal vez una mayor sobrevida, como ha sido mi caso, debo aceptar que eso no me asegura la curación. El cáncer está relacionado con el misterio, y parte de enfrentar plenamente la vida es reconocer y convivir con el misterio, abriéndole un espacio a la incertidumbre y al no control. Ese año intentaron hacerme una operación, extraer el tumor del páncreas pues el examen general ya no mostraba metástasis. Esto generó mucha ilusión en todos, la idea que la enfermedad se podía acabar, que estaba siendo parte de un milagro, al punto que algunos médicos dudaron del diagnóstico. Sin embargo, al mirar laparoscópicamente vieron que persistían las metástasis en el peritoneo y no se realizó la extracción del tumor.  Fue muy  triste, pero desde varios días antes me había invadido una paz que no había sentido nunca. La paz de estar entregada a lo que fuese, la paz de sentirme muy querida, muy protegida. Yo nunca tuve una formación religiosa, pero creo que estaba entendiendo esa frase "que sea la voluntad de Dios". Antes me parecía una frase ridícula, me decía "¿cómo Dios va a querer que pase algo malo?", pero ahora estaba entendiendo que es una metáfora, una metáfora que refleja que las cosas no están en nuestras manos. Así es, no están en nuestras manos. A partir de ese momento hice mías dos frases que me ayudan mucho: “Hago todo lo que creo que tengo que hacer para estar mejor, pero suelto el resultado” y “La vida no es ningún premio, la muerte no es ningún fracaso”

 

Todo esto me ha permitido salir de la tensión entre los polos de la casualidad–injusticia y la culpa–responsabilidad, a través de usar la experiencia del cáncer como algo que me interpela, que me permite mirar mi vida y buscar un sentido conectada profundamente con lo que quiero y me es coherente, que me permite vivir a plenitud, que posibilita sentir la gratitud por lo que tengo y, al mismo tiempo, “ir por más”; donde quepan tanto la libertad y el arrojo para tomar decisiones que me sean provechosas, como la aceptación de la incertidumbre y el misterio.        

 

 

 

El cuarto año

El encuentro con el entusiasmo

El espacio de libertad

Estar completamente viva

Cuarto punto de inflexión

 

En este camino donde voy viviendo una mayor apertura y aceptación de la experiencia, con todo lo que trae de dolor y de novedad, surge el encuentro con el entusiasmo. Por diversas sincronías me llegó una invitación a Italia con mi familia, y allí conocimos a nuestra familia de origen, con la cual no se tenía ningún contacto desde 1912. Eso produjo en mí, y en todos, un efecto emocional muy intenso, creándose un vínculo con algunos parientes de distintas generaciones que se fue profundizando en el año a través de correos electrónicos muy frecuentes y de mucha cercanía. Comencé a aprender italiano y se produjo el cuarto punto de inflexión.

 

El aprendizaje del italiano, comenzar a comunicarme de manera cada vez más fluida con la familia del Piamonte, traducir cuentos que había escrito mi tía italiana y que mostraban sus vivencias en tiempos de la guerra, todo ello me fue produciendo un estado de bienestar que me hacía abstraerme del tiempo. Surgió así la conciencia del estado de entusiasmo, de estar haciendo algo que me  hacía mucho sentido y me daba satisfacción. El italiano se empieza a convertir en mi espacio de libertad, porque su gratuidad no se conecta con ninguna otra necesidad que no sea el simple placer. Los días de quimio veo películas y escucho canciones italianas, y el sólo sentir el idioma me genera un sentimiento de bienestar que me permite convivir con todo lo difícil. Con una colega con quien compartimos la misma pasión, creamos una sociedad para traducir artículos de psicología desde el italiano al español: Venessandria Traduzioni. Este año volvimos a ir a Italia con toda la familia,  fortaleciéndose aún más los lazos con los parientes piamonteses, creándose situaciones verdaderamente mágicas y de mucha intensidad emocional. Tengo la convicción que nada de esto hubiese ocurrido sin la circunstancia de mi enfermedad, lo que ha ratificado la sensación de que aquel sentimiento de vacío que pude sostener ha permitido que en el espacio abierto vayan apareciendo aspectos inimaginables de mi misma, novedosos y profundamente enriquecedores.

 

Creo que el entusiasmo es una emoción fundamental en la relación con el cáncer. Nos  llena de endorfinas que fortalecen nuestro sistema inmunológico y nos permite sentirnos completamente vivos. La creación de este concepto ha sido clave en este nuevo punto de inflexión. Cuando la mirada de los demás, y la de nosotros mismos, nos coloca en la otra vereda, estamos “medio–vivos”. Sin embargo, si vivimos la vida a plenitud, sea cual sea el tiempo que nos quede, donde la plenitud incorpora todo lo difícil y también lo maravilloso, estamos completamente vivos, y así podremos estarlo hasta el último momento. El futuro, los deseos, los planes surgen como posibilidades a las cuales los enfermos también tenemos derecho, porque estamos totalmente vivos. Si algún plan no se puede concretar es parte del no control, por tanto es algo que le puede ocurrir a cualquiera, no sólo a nosotros. Esa convicción evita ponernos entre paréntesis, permite seguir soñando, aprendiendo cosas nuevas, buscando el propio sentido, vinculándonos estrechamente, gozando del día a día, compartiendo el dolor con otros, tanto el nuestro como el de los demás. Todo eso es la vida, con todos sus colores, y la cercanía de la muerte nos hace más conscientes de ella. Seguramente si ahora hiciera mis clases de Duelo incorporaría una mirada que antes no sospechaba, una mirada que es posible por todo lo que aprendido a partir de mi enfermedad. Puedo decir, aunque suene extraño, que tener cáncer es parte de mi curriculum, es fuente de profundas vivencias y reflexiones que me han enriquecido como ser humano, y por tanto puedo vivir su presencia con total dignidad.

 

En este momento estoy en un período de mucha incertidumbre. Me siento muy bien, físicamente también lo estoy –he pasado otros períodos más delgada, más ojerosa y con menos pelo–, pero los indicadores actuales muestran una reactivación del tumor. Eso me ha ocurrido varias veces en estos cuatro años, lo cual obliga a cambiar el esquema de las quimios. Pero esta vez es más difícil porque quedan menos drogas a las cuales echar mano. Es duro, qué duda cabe, aunque todo este camino recorrido me ayuda enormemente. Esta vez me he conectado más claramente con la pérdida que a mí me significaría mi propia muerte, a diferencia de lo que sentía al comienzo donde mi única conexión con perder la vida era el temor de dejar a mis hijos y generarles un dolor irreparable. Esa mirada hoy se ha ampliado: no quisiera morirme porque lo estoy pasando bien, no quiero dejar la fiesta. Pero por otro lado me siento privilegiada de sentir que estoy en una fiesta, y si tuviese que partir es maravilloso que sea desde este sentimiento. Sé que eso también ayudará a los míos si ocurre: en estos cuatro años me han visto sufrir, pero también me han visto ser profundamente feliz, me han visto gozar, me han visto “ir por más”. No me han visto en la lucha ni en el desgastador esfuerzo, me han visto conectada profundamente con la vida, como me lo propuso aquel “consejero psíquico” la primera semana después del diagnóstico. Y siento una profunda gratitud por todo lo que he podido vivir, por las ayudas invaluables que he recibido, por el amor infinito que ha estado siempre presente.

 

Quiero finalizar con una frase del checo Vaclav Havel: “La esperanza no es la convicción de que algo terminará bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, sin importar cómo termine”.

 

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Era una hija de amigos, La conocí desde el día de nacimiento. Sugiero que leas  primero las últimas palabras

Era excepcional: antes de morir hizo una despedida plena de alegremía y pidió que su ataúd llevara colores.

Abrazos

Luchow

 

Testimonio enviado por el Dr. Luis Weinstein, un gran amigo  chileno, médico, psiquiatra, especializado en Salud Pública, poeta, ensayista, educador comunitario, distinguido por la Federación Mundial de Médicos como uno de los médicos que mejor representa los ideales humanistas de la profesión.

lweinsteinc@gmail.com    

 

 

 

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