Cuentos » Érase un Pueblo Antiguo... Carlos Cristian Italiano

Última actualización: 27/03/2010

 

ÉRASE UN PUEBLO ANTIGUO EN UNA REGIÓN DISTANTE…

 

Erase un pueblo antiguo en un reino muy lejano donde sus pobladores habían vivido, de generación en generación, orgullosos de sus tradiciones.

 

Por ello sus niños eran educados, no tanto con afecto y tolerancia, como movidos por un cúmulo de mandatos imaginarios.

 

Ellos eran educados con la historia de lobos feroces, hombres de la bolsa, aparecidos sin cabeza que habían pecado en el pasado y, como es tradicional, la idea de un dios castigador, continuamente alerta a los comportamientos caprichosos e indebidos de los seres creados por El. Figura en esta historia que ya Dios no los ama porque mataron a Su Hijo.

 

Entre las restricciones que imperaban de niño en niño, de generación en generación, aunque nunca escritas, figuraban la hora de levantarse, el aseo, los modales (¡nunca vayas a sonarte la nariz en la mesa!...¡en ninguna mesa!), el horario de estudio y de juego, la hora de dormir, el saludo a los padres y otros, más costosos de cumplir, como el de prohibir el uso de la mano izquierda para escribir, horarios para hacer necesidades, vestirse los días festivos sin por  lo tanto salir a jugar. Podrían agregarse más mandatos a esta lista; la gente estaba tan satisfecha del resultado de estas restricciones que siempre encontraban una nueva regla que luego era trasladada a la siguiente generación.

 

Lógicamente habían alcanzado tal grado de entendimiento que entre sí se tenían una gran confianza, aunque muy pocas veces conseguían relacionarse con afecto, tanto, que hasta para las cosas del amor sólo se atrevían a acercarse con el temor de no cumplir con las normas aprendidas. La tranquilidad alcanzada luego de tantos siglos de esfuerzo, a pesar de todo, podía tambalear si se acercaba algún forastero que, debido a que ese pueblo era parte de un reino muy extenso, transitaba de vez en cuando por él.

 

Fue a este pueblo orgulloso, entonces, donde ingresó un día un extraño  que eligió para descansar el más sencillo hospedaje. Este era un hombre con capacidad para cambiar costumbres, y como tal, tenía una apariencia que no llamaba a atención. Podía andar desapercibido entre la gente del pueblo, a pesar de ser un forastero, despertando un singular sentimiento de confianza a quien se le acercara para trabar amistad, hablando con fluidez a sus habitantes no importándole las jerarquías, la posición social o el tiempo de conocerse; se hizo amigo de los niños con su conversación cariñosa y sobre todo por eso, su conversación que transformaba todo trato en un intercambio de ideas igualitarias, sin importarle la experiencia o la edad del interlocutor.

 

Durante el tiempo que este singular personaje estuvo en el pueblo le fue tomando cariño, algo que debido a su naturaleza bondadosa no le resultó difícil.

 

Por eso deseó el forastero que sus habitantes pudieran ser más felices. Para esto decidió dialogar con cada uno de los adultos que se le cruzara en el camino, así sea en la calle o invitado a sus casas. Les dijo, y no le entendieron bien, que él representaba en el pueblo todo lo que ellos no habían hecho, todos los juegos libres, todas las fiestas alegres, todos los saludos de la mañana y del día, todos los amores y los enamoramientos, todas las discusiones y las reconciliaciones; todos los riesgos y todos los recuerdos que habían podido ser .

 

Terminaba  diciendo que él podía, de un solo plumazo y de la noche a la mañana, eliminar esa carga de restricciones que ya llevaba tantos siglos. Solo por esto recuperarían la felicidad natural de sus primeros antepasados y tendrían tanto la libertad de disfrutar de las cosas del mundo como de las espirituales. Y sus hijos no solo tendrían nombre y apellido sino que podrían desarrollar sus personalidades para que fueran conocidas por todos.

 

Días y días estuvo dando aquél mensaje y como nadie le respondiera con la confianza habitual y menos lo hiciera afirmativamente, tanto cargó en furia al ver que lo trataban con indiferencia, que comenzó a gritarles a todos desde la plaza del pueblo, en un luminoso mediodía, que si no resolvían hacer este cambio por ellos, él mismo se ocuparía de hacerlo; que debían reconocer  en el mensaje dado por su dios que  ellos eran sus hijos y por lo tanto estaban perdonados, siendo peor aún el olvido a la libertad que estaban enseñando.

 

La gente del pueblo agolpándose en la plaza se acercó a oírle, no por interés en  el mensaje, sino porque el alboroto le llamaba la atención. “¿Qué está pasando?, ¿Qué quiere nuestro amigo el forastero?”, se preguntaron, pero al escucharlo y  mirarse entre ellos se dijeron que perdían el tiempo, pues esas palabras carecían de significado y no ganaban  nada con quedarse allí.

 

Fue así que el forastero quiso saber a qué sentía más amor esa gente, y viéndolas alrededor suyo, aún indecisas, decidió probarlas. “Esta noche”, dijo, “pasaré por las casas de cada uno de ustedes, y donde haya un niño haré que olviden todas las reglas y los temores que ustedes les impusieron. Si quieren impedirlo deberán entregarme los bienes más importantes que tengan en su poder”.

 

Dicho esto los pobladores comenzaron a alzar sus voces y dijeron: “Así que para esto ha llegado el forastero. El quiere quedarse con todos nuestros bienes que es para lo que nos hemos esforzado toda nuestra vida”. Entonces se le acercaron, rodeándolo y dispuestos a agredirle y echarlo del pueblo. En ese instante desapareció en el aire, dejando a todos sorprendidos y en silencio. Alguien dijo: “se ha ido”, lo que puso fin a la reunión y así la gente retornó a sus casas y sus tareas, sin hacerse más cuestiones sobre éste suceso, lo que parecía innecesario.

 

Esa noche todos los habitantes del pueblo tuvieron un solo sueño. Vieron una luz, como una estrella, que entraba en sus casas en plena noche. Pero el sueño continuó solo para los niños, en donde el forastero sentado en la cama junto a ellos les acariciaba el pelo y les llamaba por su nombre. Cada uno de ellos, movido por un irrefrenable impulso, le hacía las preguntas que guardaba en su interior; y el hombre les respondía. Les interesaba saber qué es ser adulto y qué ser un niño, qué es el deseo y para qué puede ser útil, si el juego es aprendizaje  y porqué el aprendizaje no es un juego, si se puede crecer  sin temores, si la libertad es cosa de niños y porqué no la tienen los adultos; preguntaban por el significado de sus nombres y mientras avanzaba la noche, respondidas cada una de las preguntas, de sus mentes se fueron borrando las frases y creencias que les fueron impuestas. Volvieron a tener  sus propios sentimientos y a crear sus propios pensamientos, sus cuestiones y sus creencias que no reemplazaban a sus dudas. Y al llegar la mañana, cada niño, cada niña y hasta cada bebé, sabía que él era alguien entre todos los demás y que tenía algo que decir y que compartir con los otros.

 

Desde entonces, por las calles del pueblo deambularon futuros marineros y marineras, geógrafos y geógrafas, magos y magas, filósofos y filósofas, artistas y exploradores, que comprendían que lo que el mundo tiene de irrepetible e inmejorable está en ellos mismos.

 

El número de soldados y jueces se redujo en poco tiempo y los adultos, que naturalmente envejecían y morían, cuando pasaban por la plaza daban vuelta la cara recordando a ese forastero que les hizo pensar en todos los saludos de la mañana, en todos los amores y en todos los riesgos que nunca habían sido.

 

Carlos Cristian Italiano

Merlo, San Luis, Argentina

carloscris2001@yahoo.com.ar

 

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