Cuentos » El verano en que el mar hablo - Carolina Cazaux

Última actualización: 28/04/2009
El calor hace y deshace, y a medida que hace calor, nos va desintegrando el cuerpo y las ideas hasta sentir burbujear la sangre, dejándonos inmóviles, mudos, sordos e inmersos en una liviana introspección como manera de rogar que alguna vez termine la tortura. Y sin poder hilvanar un pensamiento con otro, vamos sintiendo la transpiración que recorre el cuerpo y secándola, como para que no nos siga quemando, intentamos recordar el invierno para acariciar una sensación de frío que jamás llega. Son de temer esos días de verano, pues pareciera que no quedaran más alternativas que entregarse a la ferocidad del clima y sólo dejar que pase. Transcurrir en él, en silencio y oyendo los sonidos del afuera y del adentro, dispuestos a captar sensaciones, podría ser una entrega sensata y desinteresada si no fuésemos tan desconfiadamente humanos. Es que no estamos acostumbrados a entregarnos sino a resistirnos, y hacerlo, implicaría olvidarse de las costumbres aprendidas para aprender otras nuevas y desconocidas. Sin embargo, muchos seres humanos se han atrevido a hacerlo, y no sólo en verano.
Nunca se me había ocurrido que el calor pudiera ser tan sabio y creativo pero tomando en cuenta que es parte de la Naturaleza, veo que guarda en su esencia sus mismos ciclos: hacer-deshaciendo para volver a hacer, en un continuo andar y desandar propio de la Vida.
Hace tiempo conocí a dos hermosas personas en un geriátrico donde trabajé. Clara y Manuel eran novios siendo matrimonio y habitando en el geriátrico. Ambos de nacionalidad española, partieron a estas tierras en busca de un sueño perdido en medio de la Guerra Civil.
Manuel había sido pescador igual que su padre. Nunca me atreví a preguntarle si aquello era lo que realmente había querido hacer, porque no llegaba a captar si las lágrimas que brotaban de sus ojos al contarme la historia, hablaban de lo que amó ser o de lo que no pudo ser. Daba lo mismo, y quizás por las noches llorara por ambas cosas para sentirse vivo.
Desde pequeño había aprendido, junto a su padre, a robarle secretos al mar. Las únicas riquezas que su familia tenía eran aquellos secretos empaquetados en los años. También su abuelo había sido pescador y cuando murió, su padre quedó al mando de la barca y las redes con que daba de comer a su familia y también a su alma. El pescado que sacaban se vendía en el pueblo y a otros barcos que visitaban ocasionalmente el lugar, pero Manuel sabía que su padre no lo hacía como mero acto de subsistencia sino que era además la consecuencia natural de su razón de vivir. Allí estaba su historia, había tradición y orgullo, y había, sobre todo, pleno goce del alma en lo que hacía.
Pocas eran las cosas que su padre le había contado sobre la vida porque en el fondo, aquel hombre de pocas palabras, creía que nada estaba dicho sobre ella y que no había más misterio que vivir y ya. Manuel me contó que mucho había aprendido de esos silencios largos en las mañanas de pesca y trabajo, y todo lo que supo después, siendo ya adulto, se lo había contado el mar porque “yo aprendí a entenderlo”, me dijo.
Además de pescador, Manuel escribía poemas. Jamás su poesía había salido de los cuadernos, ni siquiera para Clara. El único conocedor de su obra había sido el mar, a quien se la entregó antes de partir de España. Creyó que era la despedida más honesta que podía brindarle a ese mar tan suyo como ninguna otra cosa. Mar que había visto todo, y que cuando al hijo que había tenido con Clara lo mató la Guerra Civil, lloró tanto como ellos, en silencio y sin consuelo. 
Clara sí había ido a estudiar, y aunque hubiera podido prescindir de la escuela, sus padres habían elegido para ella una vida acorde a su altura social internándola en un colegio religioso que se encargara de educarla. Allí pasó la infancia extrañando a su madre y la adolescencia imaginando su libertad. Le habían enseñado a coser, tejer y bordar, entre otras manualidades; pero ella sólo renacía cuando podía dibujar. Quiso ser pintora, y lo fue cuando conoció a Manuel.
Ocurrió en una playa mediterránea donde él trabajaba y ella paseaba, y el mar fue el único testigo de ese amor que se mantuvo intacto desde aquella frescura adolescente hasta los lánguidos días en el geriátrico. Casi setenta veranos de amor los sorprendía aquel verano en que los conocí y ninguno pudo explicarme qué era el amor, entonces me relataron su historia. Y cuando los vi estremecerse en el abrazo cotidiano que los juntaba en las meriendas, cuando sentí la ternura y la admiración con que cada uno hablaba del otro, cuando compartí con Clara la tristeza que tenía por no poder dormir en la misma habitación que Manuel y cuando lo escuché a él decirle en un susurro “estás preciosa” mientras la llevaba de la mano para ir a cenar, recién entonces supe que ninguna explicación valía la pena. Ahí estaba todo, ellos trascendiendo las palabras y yo siendo mar para dar testimonio de esa maravilla.
El geriátrico no era solamente una casa vieja, remodelada y con un pequeño parque arbolado, era también cada una de las personas que lo habitaban. A pesar de que todas ellas pasaran sus días allí, nadie vivía realmente en ese lugar. Sólo estaban ahí, pero sus vidas transcurrían en otras dimensiones alimentándose del recuerdo, y ni Manuel ni Clara eran la excepción.
Yo había llegado para reemplazar al médico titular en sus vacaciones y sin mayores expectativas que ver pasar rápidamente esos quince días, que eran además, la mitad de mis vacaciones. Lo único que disfrutaba era poder ir en bicicleta al trabajo y volver a recorrer las calles escondidas y desoladas, igual que lo había hecho en mi infancia. Hacía varios años me había ido del barrio y ahí estaba, nuevamente, casi viviendo en mi antigua casa, casi sin saber qué quería de la vida, casi sabiendo que la medicina era una trampa y casi creyendo que el amor duraba el tiempo que tardaba en transformarse en rutina.
Fue una de esas tardes agobiantes, esas en las que el verano destila su furia y derrite los cuerpos y licúa los pensamientos para que podamos detestarlo con todas nuestras fuerzas, que inmersa en aquella sensación de dejarme deshacer por el calor me llamaron para que fuera a revisar a Clara. Tenía una infección en la oreja a causa de un arito que llevaba puesto hacía pocos días. Se lo había regalado su hija en la última visita pero, “se ve que soy alérgica”, me había dicho. No sabía ella si al aro o a su hija, pero sí sabía que un poco de alcohol hubiera resuelto el problema sin necesidad de mi asistencia. Sin embrago, después supe que ella me había descubierto y sólo pretendía que vaya a darle charla.
Todavía recuerdo la blancura de su cara contrastando en la oscuridad de la habitación que regía la siesta obligada y que pretendía dar una ilusoria sensación de frescura como pidiéndole una tregua al calor. Era una de las habitaciones más amplias de la casona y la cama de Clara estaba justo en la punta, contra la única ventana. Pude ver en la penumbra de aquel cubo rectangular un cuadro en la cabecera de su cama. Me acerqué para ver la imagen y allí asomó el Dalí, mostrando una mujer que miraba por una ventana, desde el mar, una lejana playa como horizonte. Clara, que esperaba sentada en la cama, me dijo:
-Ese es mío, fue lo único que traje de mi casa.
-¿Ah, sí?, es muy lindo.- y sin saber qué más decir, agregué- ¿Y qué es lo que le anda pasando en la oreja?
Aquel primer encuentro resultó tan distante como apático, sin embargo podía respirarse un aire de extrañeza entre las dos, como si ambas esperáramos algo de la otra, sin saber bien de qué se trataba.
La rutina diaria de ir a desinfectarle la oreja se convirtió en una búsqueda desesperada en ambas direcciones: mientras ella recuperaba su historia, yo encontraba un refugio cálido donde reparar mi alma. Suponía que tanto ella como Manuel eran sabios solamente por viejos, y quise robarles los secretos de la Vida como Manuel lo había hecho con el mar.
La única certeza que tuve cuando empecé a charlar con Clara y conectarme con sus historias, fue que su historia era digna de ser contada, y tal vez por eso me había elegido. Así entonces, entregada a mi rol imaginario de rearmar aquello, casi en un intento periodístico le pregunté:
-¿Y qué extrañás de España, de esa época?- Por esos días ya habíamos tomado confianza, mi labor médica había desaparecido, y en un vínculo ya transformado a “abuela-nieta” no cabían las formalidades deformantes.
-Lo que más, más extraño es el olor del pescado fresco, recién sacado del mar. Es que nuestra casa estaba sobre la paya, y yo, desde la ventana, cuando veía venir el barco de Manuel, enseguida salía a esperarlo en la orilla... ahí él sacaba lo que era para nosotros y yo lo llevaba para cocinar ese mismo día. Ese olor... nunca más lo volví a sentir.
Me acordé del Dalí y mientras imaginaba a Clara esperando el barco de Manuel, podía verla ahora mirándose a través del cuadro, viéndose a sí misma desde la perspectiva opuesta por medio del recuerdo. Durante unos instantes clavó la mirada en la mesa y ya no estaba ahí conmigo. Yo sabía, de una extraña manera (terca manera), que ella estaba parada al lado del barco tratando de sentir aquel olor. Y como descreyendo de un viaje semejante, la traje de regreso.
-¿Qué más, Clara?
Volvió a mirarme a los ojos y respondió:
-Bueno... también extrañé mucho las conversaciones con mis amigas. Eso fue lo que más me costó cuando vinimos acá. Y todavía extraño esas reuniones... siempre nos juntábamos en mi casa. Todas las tardes, a la hora de la siesta, nos sentábamos en la sala porque ahí había un ventanal que daba al mar, y mientras algunas tejían y otras bordábamos, conversábamos viendo el mar.
El mar. Un mar suyo, de ellos, ese Mediterráneo era la presencia infinita y profunda que nos abarcaba en cada encuentro, y que encontrándonos, nos renacía. Y cada vez que ocurría, yo empezaba a sentir los movimientos ocultos de las mareas del alma, porque en cada relato fui aprendiendo a viajar con ella para rescatar las esencias.
A medida que pasaban los días, mis calles en bicicleta y la estadía en casa de mi mamá ya no eran lo mismo. Viejos aromas, canciones infantiles, amores adolescentes y anécdotas de todas las épocas habían empezado a resonar conmigo transformando mi realidad. La niña llorona, caprichosa y cruel que había sido, se había entremezclado con la adolescente alegre y temeraria para dar cuerpo y vida en ese presente a un nuevo nacimiento. Clara le había puesto color a mis paisajes grises saturados de “casis” y entre anaranjados, azules, verdes, amarillos, violetas y rojos volvió a pintar su primer cuadro en muchos años. Quizás también por eso, por haberme visto gris, le volvieron las ganas de pintar. Así había llegado ella a mi vida como para remediar mi orfandad de abuelas que tanto dolía. Y en una de esas tardes, ya metida de lleno en lo que había sido su vida, seguía yo buscando respuestas a lo que había sido y sería la mía, y como si ella guardara mis respuestas en algún lugar, le pedí la primera, la que más ansiaba en aquel momento:
- Clara, por favor, necesito saber qué es el amor.
Sonriendo tímidamente, puso la mirada en el espacio que nos abrazaba –los ojos le brillaban- y habló en voz baja.
- Para mí, el amor es Manuel – respiró hondo y continuó - A mí me gustaba mucho pintar, dibujar... sobre todo, pintar. Pero en casa no me dejaban hacerlo porque decían que no era cosa de mujeres. Yo lo hacía igual, a escondidas, porque me hacía sentir en otro mundo, uno que podía inventar... Y cuando conocí a Manuel, quise mostrarle todos mis dibujos... era mi forma de entregarme por completo... y ¿sabés qué me dijo?
- ¿Qué?
- “No hace falta, ya te vi”. -Hizo una pausa y, como detenida en ese recuerdo, sonrojada y sonriente, retomó el habla- No era que no quisiera verlos... sólo que él sabía amar el misterio, de verdad lo hacía... y yo creo que el mar lo hizo así a él.
“Una vez lo escuché decirle a Pedro, nuestro hijo que murió, que no debía tenerle miedo al mar, que era como la vida, con muchos misterios para descubrir y que nunca se llegaban a comprender del todo. ¿Te contó él que escribía poesías? Ahora ya no lo hace pero sigue siendo un gran poeta igual. No sabe que leí sus poemas... quería amarlo en secreto también, y nunca le dije nada, pero él siempre supo de mi admiración silenciosa. Creo que por eso, cuando nos casamos, preparó una de las habitaciones de la casa para mí, para que pudiera pintar. Porque al principio vivíamos con sus padres hasta que fallecieron... siempre vivimos en esa casa de la playa, hasta que nos vinimos acá. Y ahí fue donde pinté hasta el último cuadro. Todo quedó allá.”
Clara no había tenido hermanos y desde que conoció a Manuel dejó de tener padres, pues nunca habían podido aceptar aquella relación. Manuel era más chico que Clara, tenía 15 años y ella 18, no había recibido más que la educación primaria y su familia de pescadores nada tenía para ofrecer a su hija. Los padres de Clara, como muchos, no habían sido capaces de entregarse a aquella historia y confiar en ellos, entonces se resistieron de tal manera que nunca volvieron a verlos.
El castigo había sido doloroso para Clara y durante mucho tiempo estuvo enfurecida con sus padres; recién cuando se calmó y cuando hubo silencio en su alma, recién entonces comprendió que aquel abandono apenas había sido el final, una parte, del mismo abandono que había sentido desde chica. No supo, durante varios años, por quiénes había llorado tanto, pues aquellas dos personas habían sido seres desconocidos con los que nunca había compartido nada, más que alguna mesa familiar.
Sin embargo, largo tiempo después se reencontró con ellos a través de la muerte de su hijo, y sólo recién supo perdonarlos. “Que te lo quite la vida o se lo quite uno, duele lo mismo y hasta igual sabor pareciera que tiene”, me confesó una tarde. En ese instante percibí que tanto Clara como Manuel habían aprendido de sabores, como si hubiesen elegido vivir saboreando, coloreando y escribiendo la vida, y en eso consistía la esencia de su unión.
Nunca les pregunté sobre sus vidas en Argentina, sólo me enteré que tuvieron una hija y que ellos decidieron mudarse al geriátrico. No me atreví a preguntarles muchas cosas porque preferí entregarme al calor de sus historias, escuchar sus silencios y sentir con ellos. Y sin saberlo entonces, esos días fueron años detenidos en un instante, cada tarde cerraba un ciclo y abría otro, y como reciclándonos en silencios, sabores y olores, entregados al calor y a la propia naturaleza que marca la temperatura interna para arder en el fuego de la vida, recién ahora pude sentir la infinitud del tiempo y del espacio.
No lo sabía entonces, pero Clara sí. Cuando fui a despedirme le regalé un bloc de hojas, un lápiz negro y una caja de lápices de colores. Una gran sorpresa me llevé, pues lejos de ponerse contenta como yo esperaba, me miró con tristeza y agarrándome la mano, me dijo:
- Podés visitarme cuando quieras.
Guardó el regalo en la mesita de luz y yo me fui con la desilusión a cuestas, como si la hubiese defraudado. Ella sabía que no necesitaba de aquellos elementos para dibujar o pintar porque ya lo había hecho en el aire, en ese espacio infinito que ocupaban las charlas. Sabía también que no volvería a verme y sin embargo, que la seguiría visitando, en el tiempo infinito, como ahora.
 
Carolina Cazaux
27/01/07

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