Salud Pública - Salud del Pueblo » El Hospital - Visión desde la cama del paciente - Mario Testa

Última actualización: 09/01/2013

 

EL HOSPITAL
Visto desde la cama del paciente
 
Al viejo Víctor de la cama seis
 
Mario Testa
Médico sanitarista
Salud, problema y debate. Año V, N°9, 1993. Buenos Aires.
 
 
 
“El día viernes 11 de setiembre me colocaron un marcapaso definitivo en el Hospital P, un instituto especializado en cardiología. Una semana antes, el viernes 4, me habían colocado un marcapaso transitorio en la unidad coronaria del Hospital F, reconocido como uno de los mejores del municipio de Buenos Aires. Fui enviado a mi domicilio el día miércoles 16, terminando mi periplo de doce días por los tres servicios en los que estuve internado. Éste es el relato de mis vivencias de ese periodo.
 
La intención de este relato es dar a conocer una visión del hospital desde un mirador no convencional al que los trabajadores de salud no estamos acostumbrados.
 
Lo hago con la convicción de que estas notas pueden convertirse en una apelación a mis colegas -los trabajadores de salud- para despertar la necesidad de un diálogo acerca de las tareas que realizamos habitualmente en nuestro quehacer hospitalario y acerca de las configuraciones organizativas que se crean con nuestro apoyo tácito o explícito.
 
En ningún caso las descripciones que siguen deben tomarse como una crítica puntual al comportamiento individual de una determinada persona o de un grupo profesional.
 
Tampoco pienso que puedan lograrse modifica­ciones a corto plazo en los comportamientos institucionales, pero no tengo dudas acerca de la necesidad de un diálogo que comience a romper las intrincadas barreras en las que todos nos encontramos apresados.
 
Llegué a la unidad coronaria del Hospital F en una ambulancia (a cuyo conductor le hice solicitar que no hiciera sonar la implacable y ate­rradora sirena) e inmediatamente me fue colocado un marcapaso transito­rio y una guía para la medicación intravenosa. Tres electrodos torácicos me conectaban a un monitor que registraba en forma continua el trazado electrocardiográfico y la frecuencia del pulso.
 
La sala donde me encontra­ba me permitía ver el lugar desde donde el personal (médicas/os, enfermeras/os y otros, preparaba o realizaba sus tareas.
 
No podía, en cambio, ver a mis compañeras/os de infortunio, aunque sí podía oírlos cuando se manifestaban en voz o ruidos suficientemente altos. A mi lado derecho agonizaba una mujer madura pero no vieja (tal vez algo más joven que yo). A mi izquierda se recuperaba sin problemas alguien experimentado en estas lides. Más lejos, otras voces adquirían presencias esporádicas.
 
Desnudo en la cama (un calzoncillo protegía un resto de pudor) el principal contacto se establecía, como es natural, con el personal de enfer­mería, del que dependía para mi periódica necesidad de orinar, además de recibir la medicación que me era inyectada por la guía intravenosa. Pregunta (mía): ¿Qué es eso? Respuesta: Un elixir de juventud. Pienso: Es lo que me hace falta. Digo: Gracias.
 
Después de una breve visita de Asia (mi esposa), comienza la larga noche hospitalaria llena de ruidos, voces, alarmas de los monitores, que­jas. Un paciente llama varias veces con pedidos que no logro identificar, al parecer quiere ir al baño, quitarse la guía, nada de ello es posible. Al día siguiente, oigo a alguien que comenta que ese paciente no es apto para estar en ese lugar.
 
A las cinco de la mañana me despiertan para tomarme un electrocar­diograma de rutina, que se va a repetir durante los once días siguientes.
 
Más tarde, en la mañana, aparecen una mujer y dos hombres al pie de mi cama. Deduzco por su actitud que son médicos. Uno de ellos -robusto, de bigote- dialoga con la mujer -petisa, rubia-; el otro -alto, flaco- se mantiene independiente. Los tres miran los electrocardiogramas: el que me tomaron al ingresar, otro de control después de la colocación del mar­capaso y el matutino de rutina. Ninguno de los tres me mira ni me dice nada.
 
Robusto de bigote mirando fijamente al centro de la galaxia: ¿El señor estaba tomando algún medicamento antes del episodio? Rubia peti­sa mirándome por primera vez: Señor, ¿estaba tomando algún medicamen­to antes de este episodio? Yo, mirando a la rubia petisa: No. Ella, mirando a robusto de bigote: No. Intervalo silencioso. Luego robusto de bigote, siempre con la mirada fija en el mismo punto del espacio exterior: ¿Qué edad tiene el señor? Rubia petisa, mirándome: Señor, ¿qué edad tiene? Yo: Sesenta y siete. Ella, mirando a robusto de bigote: Sesenta y siete. La pareja dialo­gante se retira sin otro comentario. El flaco alto permanece un momento más, siempre mirando los electrocardiogramas, y luego se retira sin haber abierto la boca ni dirigirme una sola vez la mirada. Yo me quedo. No sé por qué, pienso que puedo estar convirtiéndome en un pez.
 
 Mientras tanto, mi vecina de la derecha ha fallecido y su lugar es reacomodado para recibir otro paciente, otra mujer. Me entero que mi ex vecina ha sido sometida a la colocación de un marcapaso un año atrás, y ello no contribuye a mejorar mi ánimo; pero, me acuerdo de alguna amiga que hace más de quince años porta el suyo y ello me sirve de consuelo.
 
Primer fin de semana en el hospital. Escucho música, alternando Radio Clásica con FM Tango. Leo un par de libros. Mientras tanto, Asia y mis colegas amigos tienden una red de solidaridad que apoya de muchísimas y eficaces maneras mi recuperación: todos los días escucho de labios de Asia la larga lista de llamados telefónicos que recibe desde dentro y fuera del país, y yo acumulo ese pequeño tesoro de nombres, rostros, memorias, que facilitan el tránsito por lo que ya se va configurando no sólo como la larga noche sino la temible noche hospitalaria.
 
Frente al distanciamiento que expresa el "señor" del ¿diálogo? con la rubia petisa, recibo casi con agrado el tuteo del personal: Dáte vuelta; le­vantá la cola; ¿vas a tomar la sopa?; me doy vuelta, levanto la cola, tomo la sopa. Pero lo mejor es la solución que encuentran las enfermeras para el tratamiento social del paciente, que encuentro -de alguna manera- pleno de algo que se parece a la simpatía: "Bebé" y "Muñeco" son los dos términos que recuerdo. Éste último, sobre todo, me llama la atención. Pienso: ¿Qué me habrá querido decir?, sobre todo tratándose de una mujer joven y boni­ta. Después reflexiono que no me encuentro en una situación donde puedo ejercer mis conocidos (por mí) recursos de seducción y descarto cualquier vanidad masculina.
 
El lunes por la mañana soy examinado por el jefe del servicio junto a un grupo de médicos, entre ellos un amigo mío. El jefe me comenta al oído que éste llama al servicio donde estamos el F latrogenic Center. Me hacen alguna prueba para comprobar algo y deciden que, para completar el diagnóstico y decidir el tipo de marcapaso a colocar, es necesario tomar un ecocardiograma. Me entero que no se puede tomar el ecocardiograma (¡En el Hospital F!) porque falta alguna pieza del equipo. Pero, de poder resolver esa carencia, tampoco es posible colocar el marcapaso definitivo porque falta otra pieza del equipo correspondiente (¡¡En el Hospital F!!).
 
Algún pajarito travieso le informa al subdirector del hospital quién soy. El subdirector del hospital viene a darme, personalmente, explicaciones de la situación. La red de solidaridad de los compañeros se moviliza y ese mismo día soy trasladado (una de las personas que se acerca a la camilla para despedirme es la enfermera bonita que ahora no me llama "muñeco" pero me desea buena suerte) al Hospital P, en una ambulancia a la que también solicito que no agregue su cuota de contaminación sónica al am­biente ya saturado de las calles porteñas. Me hacen caso.
 
Desde el lunes 7 por la tarde estoy en la unidad de terapia intensiva del Hospital P. Me colocan una tercera guía para la medicación intravenosa, porque las dos anteriores han terminado en sendas flebitis. Lo mismo va a ocurrir con ésta y con la cuarta el día siguiente; pregunto por qué tienen que realizar ese procedimiento y me responden que seria largo de explicar; afir­mo que puedo tomar cualquier medicamento por boca y que mi absorción es excelente, por lo que pido al médico de guardia que haga suspender la impla­cable colocación de guías; lo consigo y dejo de sufrir por ese motivo.
 
El panorama ha cambiado algo. Desde el lugar donde estoy, si esfuerzo un poco la extensión de la cabeza, puedo ver, a través de una ventana, un enorme cedro solitario en medio de los edificios; es un indudable progreso. Si me incorporo, alcanzo a ver el lugar desde donde el personal controla pacientes y tareas, y también a los cubículos donde otros pacientes esperan, como su nombre lo indica (es decir pacientemente), lo que haya de suceder. Me dan de comer, para mi sorpresa, una comida excelente.
 
Comienza entonces una larga espera, medida con patrones de impaciencia. Pero pronto percibimos la contradicción, porque somos, por definición, pacientes. Al que no se entera de eso desde el comienzo, la vida hospitalaria le tiene reservada algunas sorpresas desagradables. A las cinco de la mañana (como en F), electrocardiograma, para lo que hay que retirar las cobijas, encender una luz fluorescente que por esos refinamientos de la arquitectura hospitalaria se encuentra ubicada justo encima de la cabeza del paciente. Si uno tiene la desgracia de estar dormido, el efecto debe ser similar al de un electroshock; pero, como se trata de enfermos cardíacos, debe estar calculado como parte del tratamiento. Pienso en mi viejo hospital de hace ya mucho tiempo; en una de las paredes del consultorio donde trabajaba había una cerámica con una inscripción que decía: “EI reposo sigue siendo el mejor tratamiento de la enfermedad" firmada por Antonio Cetrángolo.
 
Poco tiempo después (a lo mejor uno no ha tenido tiempo de volver a dormirse), llega la auxiliar de laboratorio para la extracción de sangre (no sentí el pinchazo ninguna de las veces que lo hizo: gracias); y, poco después, las mucamas para la limpieza cotidiana del piso (pero no del techo; debe ser porque el personal mira de arriba hacia abajo. Como los enfermos miran de abajo hacia arriba, pueden ver que la tierra se acumula en los artefactos de la iluminación que se encuentran encima de la cama, desde donde pueden descargar la tierra acumulada sobre las heridas quirúrgicas y otras partes del objeto encamado. Vuelvo a no decir nada).
 
Después es la higiene personal que me devuelve algunas de mis características humanas, con o sin ayuda del personal de enfermería (Una enfermera me confiesa: Esto es lo que se llama un baño simbólico. No por ello menos bienvenido). Desayuno y estamos dispuestos a enfrentar la mañana, que siempre viene cargada de presagios: ¿Me harán hoy la eco?, ¿Me indicarán hoy el tipo de marcapaso conveniente para mi caso?, ¿Me llevarán hoy al quirófano?, ¿Me trasladarán hoy a otra sala con menos restricciones que esta?, ¿Me darán hoy el permiso para regresar a mi hogar?
 
Algunas de las preguntas formuladas, en mi caso, tuvieron respuesta en su momento, porque funcionó la red de solidaridad externa que mis amigos habían construido, sobre la base de la insistencia ante los médicos responsables de las decisiones que había que tomar para que esas decisiones se tomaran.
 
El martes al mediodía me hicieron el ecocardiograma y, ese mismo día, por la tarde mis compañeros me trajeron el aparatito de marras. La colocación se demoró hasta el viernes por las dificultades de compatibilización entre los diversos especialistas que se requería para la intervención. Pero, por fin se hizo y todo anduvo sobre rieles.
 
La rutina prosigue: hay visitas a la hora de las comidas; una sola per­sona por cama, aunque en mi caso algunos colegas me visitan a deshoras, al fin y al cabo las reglas han sido hechas, como todo el mundo sabe, tam­bién para ser quebradas. Y, si no, que lo digan la Corte Suprema de Justicia y los Ministros de la Nación, para no hablar de los legisladores nacionales, también llamados padres (y madres supongo) de la Patria.
 
Las primeras horas de la tarde son aprovechables para dormir o, por lo menos, des­cansar de la tensión matutina, leer o escuchar música. En alguno de esos intervalos recibo la visita del capellán de la institución con quien tengo un interesante diálogo en torno a mis lecturas; le interesó en particular el libro de Dora Barrancos, "Anarquismo, educación y costumbres en la Ar­gentina de principios de siglo". La merienda apenas alcanza a interrumpir ese oasis de paz y todo ello termina con el premio del día, que es la segun­da visita durante la hora de la comida. Después, vuelve a comenzar la larga, inquietante, temible noche hospitalaria.
 
Cambia el turno del personal; los que hemos tenido la desgracia de dormirnos somos despertados para los controles nocturnos: temperatura, presión arterial, frecuencia de pulso, distraída mirada al monitor que sigue impertérrito y solitario registrando -vaya Dios a saber qué-, todo en medio del encendido y apagado de luces y conversaciones en voz alta que, a veces, se prolongan hasta las dos o tres de la mañana, matizadas con algún juego de naipes o con escarceos amorosos más interesantes que una telenovela de Andrea del Boca.
 
Nadie a mi izquierda, a mi derecha el viejo Víctor, en la cama seis. Es una figura simpática, de maneras desenfadadas. Todos le llaman “abuelo". Es viejo, tiene más de ochenta años, al parecer ochenta y dos, pero no es seguro porque no responde a las preguntas con coherencia total; a veces dice una cosa y otras cambia, no sé si a propósito, para confundir a sus interlocutores, o porque el confuso es él. Durante el día está más o menos tranquilo, porque el personal atiende sus demandas. Además, varios fami­liares lo visitan (en rigurosa sucesión de a uno). Pero, durante la noche la cosa cambia y ahí se revela que Víctor no es muy paciente.
 
Comienza arrancándose alguno de los tubos que lo conectan a la medicina (tiene varios en diversos orificios naturales o artificiales). Como lo que se ha arrancado es una guía periférica, deciden colocarle una guía central, es decir, una canalización de una vena del cuello, pero se las arregla para arrancársela también, creando una minicrisis en el servicio. Resultado: le atan las manos y vuelven a colocarle la guía (renuncio a saber dónde). Una enfermera me cuenta que el abuelo tiene insuficiencia cardíaca izquierda y derecha, y trastornos broncopulmonares crónicos, además de algún problema de vejiga. Recuerdo mis épocas de neumonólogo y puedo imaginarme el cuadro y los desequilibrios que produce. Pienso: ¿Por qué tiene que estar internado en un servicio de terapia intensiva? Al rato, vuel­vo a pensar: ¿Por qué cualquiera de nosotros tiene que estar internado en un servicio de terapia intensiva? No sé la respuesta. No digo nada.
 
Las siete noches que pase en el servicio son materia para un escritor. Durante ese periodo leí los cuentos del ultimo libro publicado de García Márquez y volví a tener la sensación de que ese autor no es más que un plagiario. Porque, durante mi vida de algunos años en el Caribe, escuché a viejos pescadores y campesinos contar los cuentos que, después, le hicieron ganar el premio Nobel y ahora se repetía la situación. ¿Qué diferencia hay entre las atrocidades que le ocurren a esa mujer que llega a un lugar para hablar por teléfono y queda encerrada por el resto de sus días, con la sensación de indefensión que experimentamos los pacientes de un servicio hospitalario?
 
Pero el viejo Víctor no era muy paciente; pasó de las vías del hecho a tratar de resolver sus problemas de otras maneras, desarrollando diversas estrategias, todas condenadas de antemano al fracaso. Pidió favores para sí: Soy un pobre viejo, déjenme ir a mi casa. Suplicó: ¡Por el amor de Dios, llévenme a la parada del colectivo que yo ahí me arreglo! Reclamó a gritos por sus pantalones y el resto de su ropa (debo confesar que yo había hecho el mismo reclamo a mi mujer, en un momento que estaba menos confuso que el viejo Víctor, pero posiblemente algo más psicótico; la dife­rencia entre los dos era que él expresaba en voz alta lo que yo decía en voz baja a Asia o a María).
 
Cuando ninguna de estas cosas dio el resultado esperado, recurrió al soborno: Piba, ¿cuánto ganás?; te doy veinticinco pesos si me traés la ropa; no tengo plata aquí pero mañana mi familia me trae. Ni siquiera así. Entonces, el reclamo se hizo más decidido: ¡Patrullero, me tienen secuestra­do! ¡Vengan a rescatarme! Todo esto ocurría por la noche, entre las once y las tres o cuatro de la mañana, hasta que el agotamiento o el efecto de algún medicamento, lograba crear cierta calma en el servicio. A veces -durante el día- el viejo apelaba a la solidaridad de los que estábamos ahí: ¡Todos somos prisioneros! Y yo creía entender que no sólo se refería a nosotros, es decir a los pacientes encamados, sino también a los que nos cuidaban desde su función como trabajadores hospitalarios. Pero tampoco en este caso encontró ninguna respuesta.
 
Oigo, en algún momento en que el viejo duerme, el comentario que una médica hace a un colega: Este paciente no debiera estar aquí, habría que enviarlo a la sala de Clínica Médica del Hospital R, pero el problema es que ellos son más iatrogénicos que nosotros. (Es la segunda vez que escucho este término durante mi internación; las dos, en boca de médicos).
 
Cuando alguien, por lo común el personal de enfermería, ocasional­mente algún médico, daban alguna respuesta a sus inquietudes, era, gen­eralmente, una respuesta equivoca o falsa: Mañana va a ir a su casa; aguante un poco para mejorarse y ponerse fuerte.
 
Pero, la respuesta más frecuente -al viejo o a cualquiera de nosotros ante cualquier solicitud o reclamo- era: Quédese tranquilo. Sin duda la frase más oída durante todo el tiempo que estuve internado. Quisiera saber si alguien es capaz de mantenerse tranquilo en una situación como la descrita.
 
El día lunes 14 me trasladaron a otro piso del mismo hospital, en una habitación donde compartía con otro paciente que venía del mismo lugar que yo, el nuevo régimen y las nuevas normas. Si “allá" era obligatorio estar desnudo y acostado, “acá" era obligatorio estar con pijama y permiti­do (en algunos casos) levantarse.
 
Descubrí al lado de nuestra habitación un baño con una ducha con agua caliente y gocé del primer baño no sim­bólico. Eso, junto con la visión del parque que teníamos desde las ven­tanas del hospital, donde la temperatura primaveral hacia que se juntaran jóvenes a tomar sol en vestimenta adecuada para ello, me hizo recuperar algunas de mis condiciones más humanas y también las ganas de irme de allí lo más pronto posible. Pero no iba a ser tan fácil.
 
Debió notarse mi inquietud, porque la primera noche una enfermera me dio un comprimido que ingenuamente tomé. Al día siguiente estuve somnoliento y enojado sin saber por qué, durante todo el día. Cuando, por la noche, nuevamente me dieron la pastilla, pregunté de qué se trataba y la enfermera me contestó: Lo ignoro. A lo que respondí que pensaba que se trataba de propóleos y que me negaba a tomarlo, por temor a la intoxi­cación. Me di cuenta que el humor de la enfermera no había aceptado de buen grado la broma que, justo es reconocerlo, tampoco había sido hecha de buen grado.
 
Mientras tanto, esperaba el examen del funcionamiento del marcapaso para que se me diera el alta hospitalaria; pero, por dificultades de coordinación, eso no se pudo realizar el día martes y amenazaba prolon­garse en forma indefinida sin razones claras que lo justificaran. Por lo que el día miércoles hice saber (vía Asia y María) que, o me daban el alta o me iba sin ella. La médica que me atendió en esa circunstancia me preguntó cuál era la razón de mi inquietud y si acaso me habían tratado mal en el servicio donde me encontraba. Esa misma médica (que conocía mi profe­sión y mi especialidad de sanitarista) había comentado conmigo durante la instalación del marcapaso definitivo la necesidad de reformar los servicios hospitalarios y la dificultad para hacerlo, dadas las características ideológi­cas de muchos de los personajes involucrados.
 
Me dieron el alta y me fui a mi casa en el que se convirtió en uno de los días más felices de mi vida.
 
Aquí terminan las anécdotas. Contadas así y en retrospectiva, algunas parecen graciosas. Desde la cama donde las viví, no me hicieron ninguna gracia. (...)”.
 
 

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