Cuentos » Deshojando Noches - Carolina Cazaux

Última actualización: 28/04/2009
Carolina Cazaux
 
Cara a cara con el lobo estepario, no el de Herman Hesse sino otro, un lobo de la estepa urbana, no es posible voltear la mirada y hacerse el desentendido. Sus ojos hipnotizan, imantan. Su pelaje emana un aroma único que lo envuelve todo y uno se queda absorto respirándolo, sintiéndolo. En su andar pausado y firme, atento, ágil, va danzando su espíritu salvaje y todo él es instinto puro.
La primera vez que lo ví fue una noche de invierno. Lo crucé en una calle desolada llegando a casa. Lo había visto desde la esquina, venía por la vereda que yo caminaba y pensé en cruzar porque sentí miedo. Y sin embargo, seguí caminando como atraída hacia él. Pasos lentos los míos y los suyos. No sabía si él me había visto pero intuía que sí. Si me ponía nerviosa o mostraba mi temor se iba a dar cuenta y quién sabe qué haría. Dicen que los perros pueden oler el miedo, y éste era un perro mucho más intuitivo que cualquiera porque no era de acá, se notaba que estaba perdido, como buscando algo o a alguien y había caminado mucho hasta aquí. Todo eso pensé en pocos pasos, las imágenes me venían como estrellas fugaces. No le sacaba la vista de encima, quería poner la mente en blanco y concentrarme en el encuentro que se avecinaba.
Se detuvo de repente, casi a mitad de cuadra, y mi corazón se detuvo por un instante y luego empezó a latir tan fuerte que me vibraba el pecho y empecé a temblar. Imaginé que ahora sí me había visto y que vendría corriendo a todo galope para clavar sus dientes en mi cuello como en las películas. Estaba aterrorizada y también me frené para ver qué hacía.
Se sentó en la vereda, y apoyado sobre un lado de sus nalgas empezó a lamerse la panza o el vientre, no podía verlo bien porque aún estaba lejos. Retomé mis pasos lentos y pensé que tal vez estaba herido. Ya no sentía miedo, se había transformado súbitamente en una ternura infinita y tuve ganas de abrazarlo, acariciarlo, de estar con él.
Dejó de lamerse y volvió a caminar. Alzó su cabeza y clavó su mirada en la mía. Cada vez estábamos más cerca y vi un brillo singular en sus ojos. Acomodó sus orejas, inclinó la cabeza hacia un lado como si me estuviera preguntando algo y otra vez se detuvo. Ahora sí me había visto. Seguí avanzando despacio sin dejar de mirarlo. La expresión de su cara me hizo sentir un dolor, una tristeza muy profunda en el pecho y las entrañas que nunca había sentido. Era como si estuviera sintiendo su tristeza, que ahora también era mía. No había explicación, sólo estaba allí ese sentimiento envolviéndonos y enlazándonos, y cuanto más nos acercábamos, más intenso se hacía el dolor.
Ya no podía pensar en nada, entonces extendí mis brazos y le mostré las palmas de mis manos vacías y a unos centímetros de él, me frené, bajé los brazos apoyando las manos contra las piernas y esperé. Se acercó muy despacio después de mirarme unos segundos, y cuando ya estuvo casi pegado a mí, me olfateó las manos, luego los pies, las piernas y otra vez las manos. Me quedé quieta dejando que me reconozca y sintiendo su respiración en mi cuerpo, su nariz fría en mi piel. Esperaba que me dejara acariciarlo y me sorprendió con un gesto mucho más grande que ése.
Cuando comenzó a lamer mis manos y pude tocar su cabeza, sentí una emoción tan inmensa que no podía creer lo que estaba ocurriendo. Acariciar a un lobo en medio de la ciudad y de noche era algo más que surrealista. Era mágico, milagroso, como estar flotando o caminando entre nubes.
Con mucho cuidado, suavemente fui sintiendo su pelaje entre mis dedos y él se dejaba. Me puse en cuclillas , le acaricié el cuello y el lomo. Otra vez la tristeza apareció entre nosotros como esas fuerzas que arremeten y entran por todas partes como abriéndose paso. Me lamía las manos y lo seguía acariciando. Entonces decidió contarme algo. Se recostó y girando sobre su lomo me mostró su panza. Me incliné hacia delante buscando una herida o algo pero no pude ver nada. Con una mano fui bajando por su pecho, acaricié su panza y llegué a su vientre. Estaba húmedo y ahí la vi: era una loba y tenía los pechos cargados de leche. Eso era lo que se había lamido, ahí estaba la tristeza y el dolor y la búsqueda.
Me largué a llorar desconsoladamente y me senté a su lado abrazándola por el cuello. Apoyó su cabeza en mi pierna y mis lágrimas la iban bañando. Me lamió la cara y más lloraba yo, cada vez me hundía más en ese dolor desgarrante, en ese llanto ahogado. Cuando la miré a los ojos, vi una lágrima brotando de su ojo derecho y bajando por su afilada trompa. Una lágrima, sólo una, era la que ella necesitaba. Con su tristeza viva y con todo su cuerpo, me decía que no estaba rota. Sentí todo su instinto vibrar en mí y en esa unión, una fuerza de vida nos trascendía y ambas sentimos lo mismo en esos instantes. Como si una hubiera entrado en la otra, ella aprendió a llorar y yo conocí la sabiduría que anida en el instinto. Ella, dolida pero íntegra, esperaba tranquila el devenir de la vida. Lamiendo su leche, soltando su lágrima, sin dejar de ser loba.
Me desperté llorando a gritos, con la cara empapada y sin entender qué pasaba. Poco a poco fui recordando y entre sollozos me volví a dormir.
 
Carolina
08 de junio de 2008

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