Cuentos » Alma en carne viva - Elizabeth Bergallo

Última actualización: 28/04/2009

Graciela Elizabeth Bergallo

 
Amatilde vio las imágenes que aparecían en la pantalla, una mujer afgana  que sonreía ahora sin velos, y enseguida las bombas que explotaban desparramando entre las nubes oscuras piedras y pedazos de hombres. Pensó en lo raro que era el mundo, las mujeres ¿serían más felices en medio de tanta vida destrozada? En algo se parecían, ambas tenían la piel morena, pero quizás en el mundo que había detrás de la pantalla la muerte hacía  feliz a la gente. Pero no le dio importancia, acarició la panza que albergaba a su noveno hijo, todavía brillaba por la grasa de comadreja con la que la que su nogotolec loo Dorotea la había frotado para que, cuando llegue el momento, salga ligerito el niño. Recordó los sueños lindos de la noche, sabía que eran los sueños de su guagüita, y que entonces todo estaba bien. Amatilde parecía una palmera con esa panza descomunal, o más bien un espantapájaros envuelto en trapos con profundas ojeras en su rostro pálido.  Amanecía y el sol entraba por la ventana entibiando a los niños que dormían como conejos amontonaditos en un rincón. Amatilde sintió el aroma de la manzanilla que hervía con el agua, retiró la pava de las brazas y preparó el mate. Recordó que una doctora había estado repartiendo remedios y otras cosas para que las indias se cuiden, que no anden teniendo hijos como cucarachas, que tienen tantos hijos porque son ignorantes, le había dicho la doctora. Pero, si no hubiera querido tenerlo, tranquilamente hubiera tomado la raíz de la caña hueca o de la tramontana, se dijo en voz baja.  Cuando llegó Dorotea tomaron mate bajo el imbá, escucharon los mensajes que los pájaros traían al hijo de Amatilde, se espantaron los carachai con un libro de poemas que había recibido de regalo. No lo sabía leer, pero seguramente debía tener poder porque en la radio dijeron que había que tener coraje para publicarlo. Más tarde entraron a la choza. Dorotea la observó parada, después la acostó en el piso boca arriba sobre una sábana doblada en triángulo, tanteó la panza para autentificar la ubicación del niño, se santificó y rezó en nombre de la virgen María, porque “hace poco cambié de  religión, antes lo hacía en nombre de Jesucristo”. Aunque para algunos los espíritus antiguos eran una expresión del demonio, y para otros los santos la dejaban fuera de contexto etnográfico, de la sociedad, o de la ciencia, ella sin embargo había adquirido el vicio de acapararlos sin distinción, por si alguno le fallaba. Tampoco se negaba a aprender, o a enseñarles cosas a los médicos que estaban dispuestos a iluminar un poco más su conocimiento. Dorotea convocó a todo el más allá y acarició la panza de Amatilde mientras le hacía el manteo, la refregó lentamente con la sábana, de un lado a otro en forma de cruz, siempre orando para que se acomode como tiene que estar para poder salir. Amatilde acompañó a Dorotea hasta la alambrada para despedirla. Dorotea le dijo que faltaba poco, que siga todos los consejos que le había dado: que no ponga en el locro la pata de la cabra para que el niño no nazca de pies, que no raspe la olla para que la placenta no le quede pegada a la cadera, que no coma ni chivo ni chancho para que la criaturita no tenga olor ni nazca ñato, que no mire por el ojo de la cerradura para que no salga bizca, que no abra las piernas cuando hay viento norte para que el diablo no se la lleve, que no prenda el televisor para que  no se asuste la criatura. Amatilde se repitió en voz baja todos los consejos de Dorotea, estaba contenta, no sólo porque Dorotea la dejaba en paz, sospechaba que algo estaba cambiando en el mundo, que ya las mujeres no andaban tanto con la cabeza gacha, se animaban a levantar la voz delante de los blancos para defender los derechos de las indias, las mujeres ya tenían más talento para eso. Los espíritus no los habían abandonado, Meguesoxochi y otros líderes del pasado habían regresado para recuperar sus tierras. Dorotea se había ido preocupada, no tanto por el estado de Amatilde,  hacía rato que recibía amenazas, que si la veían atendiendo a las mujeres la iban a llevar presa, le decían. Le habían echado la culpa por la muerte de una mujer, por los yuyos que le había dado, o por el manteo, decían algunos médicos. Muchos criticaban la sabiduría de sus ancestros, con el argumento de la ciencia o de la religión, aunque algunos tenían bondad en el alma y comprendían su sabiduría. Cómo explicar que los tobas vivieran más de cien años antes de la conquista, hace poco más de un siglo. Si las mujeres se mueren es porque las enferma la desnutrición, pensaba Dorotea, no porque ella fuera una bruja asesina. Y a Amatilde le llegó la hora. No quería ir al hospital porque “es sabido que en esos lugares abunda el mal, por eso hay tanta gente enferma”. Amatilde sabía que muchos daños sólo podían ser curados por el pi`oxonac, pero sólo algunos médicos aceptaban trabajar con él. No quería estar sola porque los médicos no saben lo que significa cuando viene una criatura, quería estar en cuclillas y acompañada de su nogotolec loo Dorotea, que sabía hacer el trabajo espiritual. No quería estar en una pieza llena de tijeras, tampoco quería que la dejen desnuda sin consideración, ni que tiren la placenta al pozo de los deshechos porque luego la destrozarían los perros, quería enterrarla en el patio de la casa para que el alma del hijo tenga siempre un lugar donde volver.
Pero le llegó la hora y Dorotea no estaba.
La ambulancia, alertada por la radio de la policía que daba los avisos en estos casos, demoró unas horas en llegar pues tenía que transitar varios kilómetros monte adentro hasta encontrarla. A Amatilde la llevaron al hospital muerta de miedo, la dejaron en un pabellón y le dijeron que espere. Ella esperó, e hizo todo lo que las viejas decían que había que hacer para el nacimiento, esperó prendida del respaldo de la cama, pero esa vez nadie venía a atenderla, porque los médicos son personas que siempre están muy ocupadas. Amatilde sintió que se acercaba el espíritu que alienta el nacimiento de las criaturas, sintió dolor también pero quedó callada, las indias jamás gritan cuando van a tener un hijo, menos aún en la casa de los  blancos. Cuando la enfermera llegó estaba la guagüita afuera, y Amatilde parecía más muerta que viva. Soñó que estaba en su casa, rodeada de las viejitas que la acariciaban mientras Dorotea le cantaba los cantos dulces que se cantan cuando les llega el alma a los niños que nacen. También soñó con la mujer afgana, confundido su rostro sonriente sin velos con las bombas, pero pudo más el rostro de su guagüita que se movía en sus brazos, que ya llevaba el nombre de Nube desde que estaba en su panza, y que haciendo honor a su nombre ahorita estaba llorando.

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