Cuentos » San Roque, San Roque; Gustavo Placente

Última actualización: 24/03/2011

 

San Roque, San Roque
 
 
            Silvia es una entrañable amiga que conocí hace unos años personalmente. Digo personalmente porque Claudio, un amigo en común, me hablaba de ella, allá en el rancho que “el Gallego” alguna vez construyera, al pie de un gigantesco coihue milenario, “abuelo” y custodio, de la ladera norte del cerro.
 
            Recuerdo tardes enteras a la sombra del “abuelo”, con mates y pancitos recién horneados, y Claudio relatando historias, de las temporadas que pasaba en el campo donde Silvia vivía con su familia.
 
            Tal vez no recuerde tanto los argumentos y los detalles, como la intención de sus palabras. En ellas transmitía viva, la magia de aquellos días, en donde la noción del tiempo se diluía en el verdor inconmensurable.
 
            Esa atemporalidad se revivía, tornándose un ritual de contemplación, cuando el silencio nos envolvía.
 
            Ese silencio cobraba protagonismo y resignificación; nos mirábamos de vez en cuando, corroborando otro código, sin palabras.
 
            Años más tarde conocí a Silvia, en el mismo lugar en donde Claudio pasaba horas hablándome de ella, su familia… y el campo.
           
El encuentro nos produjo una familiaridad que no nos sorprendió. El mismo ambiente aconteció también con sus palabras. Me solía decir que era habitual que se encontrara con personas que le confiaban historias.
 
            Hace poco me dijo que desde hacía rato no se encontraba con nadie que le cuente algo. Le pedí que “trajera” alguna de las que más le haya impactado, y al cabo de unos segundos me dijo: “¡La de don Roque!. Esto me lo contó él, en un encuentro esporádico que tuvimos en la calle, poco antes de su muerte – aclaró –. Resulta que don Roque, que nació en la cordillera, del lado de Chile, se vino para la Argentina, donde también vivía en la zona andina, con su mujer y dos niños en una humilde casa.
 
            Él bebía mucho, y cada tanto les pegaba a su mujer y a sus hijos.
 
            Un buen día, su compañera quedó embarazada. Al llegar el alumbramiento, los médicos sin saber a ciencia cierta qué era lo que padecía la criatura, pronosticaron que el bebé tendría muy pocas probabilidades de caminar.
 
            Esto a don Roque lo torturó de tal manera, que creía que Dios lo había castigado por su conducta violenta.
 
            El chico fue creciendo. Don Roque le construyó un cajón de madera, en donde permanecía sentado en su interior, utilizando sus manos para moverlo cuando deseaba desplazarse.
 
            Una mañana, llegando a la casa cargado de leña, don Roque ve la escena de su mujer tendiendo la ropa recién lavada, de espaldas al niño, que ya tenía cuatro años, y éste, que se levantaba de su cajón, caminaba unos pasos en busca de un juguete y regresaba a su sitio. De inmediato soltó el atado de palos y corrió eufórico a contarle a su esposa lo que ocurría – Silvia hizo una pausa en su relato y agregó – No sabés cómo se le llenaron de lágrimas los ojos a don Roque cuando me dijo: - ¡… y ella, que nunca me dio un beso, ese día… me abrazó!”
 
Gustavo Placente
 
 

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